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  El viaje

De mi libro de cuentos “Entre la calle y el monte”, del cual ya no hay ejemplares a la venta, ofrezco otro relato para quien desee leerlo. Como he dicho antes, sin ningún compromiso.

    Miguel Montiel-Guevara

     Una vez sentí el miedo a morir como un dolor de barriga. En la mitad del siglo, cuando aún no levantaba la neblina, y el frío se extendía por todo el litoral, las sombras de la madrugada nos vieron a mis hermanas Mary y Fella, y a mí, levantarnos aquel día con el canto de los gallos, el rocío de la mañana y la voz presurosa de doña Amelia Encarnación Guevara Carmona de Montiel, mi madre. Con ella bajamos al río a bañarnos. Casi podíamos tirarnos a sus aguas desde el barandal de madera de nuestra casa de caña brava y guágara. Nos preparábamos para regresar a la capital después de tres meses de vacaciones en Jesús María, poblado en la región del río Bayano, en el distrito de Chepo; famoso por ser cuna de grandes jinetes de caballos de carrera pura sangre y por sus fiestas patronales en honor a su santo patrono San Cristóbal, aunque hace unos años haya sido desconocido como tal divinidad por el Vaticano. Igual las fiestas se han seguido celebrando. El regreso era siempre motivo de alegría y tristeza para mí. Alegría por volver al cine, al Edison, sobre todo, en calle 16 oeste Chorrillo, donde yo entraba gratis por la amistad de papá con los hermanos De Los Ríos, hijos del viejo Gregorio, don Goyo, hombre acaudalado del Darién, dueño de ese cine y del Capitolio, otro en vía España, Calidonia; ya desaparecidos, al igual que él, mi papá y casi todos los hijos de don Goyo. Alegría por disfrutar otra vez con la gallada los episodios del Hombre Murciélago, de Víctor Yori como la Sombra del Terror, de Comando Cody, de Flash Gordon y de la Legión del Zorro, mis preferidos. Ver otra vez a Bill Elliot, con sus dos pistolas al revés, a Rex Allen, a Rocky Lane, a Roy Rogers y su caballo Trigger, a Gene Autry cantar y pelear, y al más gustado por todos nosotros, el Durango Kid, vestido todo de negro en su caballo blanco. Idolatrábamos a nuestros héroes, a nuestros héroes de celuloide. Su magia nos tenía embrujados. Los indios eran “malos” y los vaqueros eran “buenos”. Todos lloramos cuando Errol Flynn cayó muerto, atravesado por un montón de flechas que los indios de Toro Sentado le clavaron al general Custer en «Murieron con las botas puestas». También lloramos cuando el «malo» mató a John Wayne en «Arenas de Iwo Yima». Enero del 64 estaba todavía muy lejos. La “maldita” invasión de Panamá mucho más. Todavía no aprendíamos a odiar al imperialismo.

La tristeza estaba en las palmas que dejábamos en el majestuoso río Bayano, todo nuestro por esos tres meses; en las noches de cuentos de tuliviejas y chivatos con lamentos de guitarra. El regreso era siempre un día de actividad inusual. De amarrar cajetas y sacos, de acomodar cosas aquí y allá, desde guanábanas y guabas hasta arroz dormido en portaviandas para comer en el viaje. Mis tíos y su madre, doña Julia Ortega, mujer trabajadora de verdad, que sólo le parió varones a mi abuelo Arcadio “Fulo” Guevara, curandero de Jesús María, ayudaban a mamá, mientras su padre brujo y finquero daba órdenes a diestra y siniestra, como un policía de tránsito.

Entre el río y el monte transcurrían mis vacaciones de verano. Jugaba yo, quemado del sol, en el cascajal del recodo del río, por la quebrada Trapiche en la orilla opuesta a nuestra casa, y eran míos todos los árboles de guayaba con su sinfonía verde de pericos. En las mañanas partía hacia el monte con mi biombo al cinto, cargada mi chácara con guayabitas y piedrecillas del cascajal duras como balines; y regresaba en las tardes cuando el sol caía tras el monte. En otras ocasiones tomaba mi vara de pescar, sacaba lombrices y anguilas de la lama y me dejaba llevar por la corriente pescando sábalos y barbudos. Si la corriente no era fuerte fondeaba el cayuco a mitad del río en pesca mayor de cazón o de pez espada. Así era de feliz el verano hasta que iba apareciendo poco a poco la nostalgia de la ciudad y llegaba la hora del viaje de regreso.

El viaje tenía dos etapas. La primera, por el río Bayano desde nuestra casa en Jesús María, caserío donde nació mi madre, hasta el viejo puerto de La Capitana en el río Mamoní, afluente del majestuoso Bayano. Se podía cortar camino hacia La Capitana yendo por una pequeña quebrada llamada El Rompío, que los bayaneros habilitaron para viajar por ella profundizando su cauce. Por esa quebrada se entra¬ba al Mamoní antes de llegar a su desembocadura en el río Bayano. Íbamos a viajar con Julio Garrido, un espigado y experimentado navegante del Bayano.

La segunda parte del viaje era por carretera de tierra casi todo el trayecto. Desde La Capitana hasta el mercado público en el barrio de San Felipe. De ahí caminábamos, cargados de paquetes, hasta la casa de La Portavianda, en calle 13 oeste Chorrillo-Santa Ana. Viajábamos apiñados con los indios y campesinos bayaneros y sus pilas de plátanos y aguacates, cajas de tomate, sacos de arroz y de maíz. Los indios bayaneros hacían una travesía de varios días en largas piraguas, admiradas por todos, y no había cargamento de plátanos y aguacates que superara el suyo. Viajaban a punta de canalete, los hombres en taparrabos y las mujeres con los senos descubiertos. A llegar a La Capitana ellos se ponían pantalón y camisa de colores vistosos, como amarillo, rojo y morado. Calzaban sombrero, pero no montuno, sino de ciudad, negro o azul marino, de los primeros años de la república y los adornaban con una pluma de pavo. Ellas se cubrían con blusas y faldas también muy vistosas. Casi siempre permanecían descalzos. Así llegaban a la capital. Muchas veces los vi semi desnudos en nuestra casa en Jesús María. Al principio me infundían temor, pero después me resultaron familiares, ya que veía al abuelo Arcadio hablar amistosamente con ellos en su propia lengua. Andando el tiempo supe que él tenía sangre india junto con española en sus venas. Su padre fue José María Guevara o Ladrón de Guevara, un indio penonomeño de Cacao Arriba, apodado Murria, taciturno como ninguno, que había cabalgado junto con el general Victoriano Lorenzo y apareció por 1a región de Bayano después del fusilamiento del cholo guerrillero. Su madre, doña Josefa Núñez, fue mujer de revólver en la cintura y montar a caballo. Eso cuenta mi tío Armando Guevara Carmona, uno de los tantos hijos que hizo mi abuelo por aquí y por allá.

Lo cierto es que el brujo Arcadio conocía sobre hierbas para curar mordidas de víboras, espasmos y no sé cuántos otros males. Lo aprendió de los indios, de uno con el que se internó varios meses en la selva del Darién. Su fama como curandero era muy grande y le dejaba muy buenos dividendos. Sin embargo, ninguno de sus hijos aprendió nada de todo lo que él sabía sobre tales brebajes medicinales, compuestos a base de hierbas y ron. Mantenía un secreto absoluto sobre la procedencia y naturaleza de esas hierbas. Las buscaba monte adentro, vestido con camisa y pantalón hechos de manta sucia, siempre después de medianoche, en compañía únicamente de su caballo y su perro, con machete al cinto, su escopeta 16 y su lámpara de carburo en la frente, como un minero. Regresaba a media mañana. Después, sentado en el balcón con varias botellas llenas de aguardiente y sus raíces y hojas, preparaba sus brebajes, aderezados con misteriosas sustancias de diferentes aromas. Finalmente, se las ingeniaba para guardar subrepticiamente sus botellas medicinales. Jamás lo vi tomarse ni una sola gota de licor. En otra fase de su esotérico oficio de curandero, sólo atendía a sus pacientes después de someterlos a un ritual mediante el cual el enfermo debía manifestarle de su propia boca su absoluta confianza en sus poderes curativos. Era toda una sesión de sugestión terapéu¬tica. Algunas veces llegaba gente que venía desde muy lejos en el Darién a curarse con el “Fulo” Guevara, mi abuelo; el curandero de Jesús María, Bayano. En fin, la gente de la región le tenía un gran respeto y temor, porque según decían, sabía de las dos “brujerías”, de la “buena” y de la “mala”, pero él mismo decía que sólo practicaba la “buena”, que la “mala” la había arrojado en un remolino del río.

La mañana se desvistió por completo. Como a las siete, igual que un bus haciendo paradas en las calles de la ciudad, pasó a recogernos Garrido en su cayuco azul, ya cargado con otros pasajeros. Viajaban también varios de nuestros parientes Carmona y mi tío Víctor, quien cumplía unos encargos de mi abuelo. No faltaron lágrimas en la despedida. Garrido arrancó la máquina y unos minutos después todavía mirábamos hacia atrás, a nuestros familiares despidiéndonos con gestos de sus manos y el corazón entristecido, hasta que el cayuco viró en el recodo del río y los perdimos de vista.

El viaje navegando era para mí tan largo como el río mismo. Llovía torrencialmente ese día, lo que obligó a todos a tomar una ¬totuma para ir achicando el bote a medida que avanzaba. La intensidad de la lluvia forzó a Garrido a guarecernos bajo unos árboles que se asomaban al río con sus largas ramas como brazos de albañil. Allí nos quedamos un largo rato. Abrimos las portaviandas y comimos. Hubo quienes se bajaron del bote para recostarse en la orilla y descansar de la postura casi fetal del viaje. Ya habíamos pasado San Juan Bañón, la calle del cementerio, Culebra y Miraflores. Faltaba poco menos de una hora para que entráramos al río Mamoní. La lluvia empezó a menguar y el sol apareció entre las nubes. Garrido indicó a los que estaban afuera que subiesen a bordo y aún bajo la lluvia arrancó el motor poniéndonos en marcha otra vez. Poco a poco nos fuimos acercando al Mamoní. Su desembocadura en el gran río se encuentra más arriba de donde está hoy el nuevo puerto de Coquira, en el mismo río Bayano. Cuando entramos por el atajo de El Rompío nos invadió un sobresalto por el ruido que corría entre la espesa vegetación a uno y otro lado de éste. Aquel ruido, semejante al de una manada de zainos en tropel, lo llenaba todo.

Los viajeros aguzaban la vista esperando avistar en cualquier momento a uno de aquellos puercos salvajes. Uno de los pasajeros montó una escopeta que traía consigo. Pero nada se veía, aunque el ruido aumentaba. Entonces el estrépito tomó una sola dirección: hacia adelante. Fue como si lo hubieran metido en un tubo y tendido frente a nosotros. Todos mirábamos hacia el frente siguiendo el camino de las aguas. Prevaleció el instinto. Garrido aminoró la marcha y a medida que nos acercábamos a la salida del atajo la preocupación fue apareciendo en el rostro de todos. Cuando al fin alcanzamos a ver el Mamoní quedamos pasmados. Allí estaba la manada de zainos en tropel. Una estampida de agua. Afortunadamente no entramos al Mamoní de golpe, sino pegados a su orilla, donde la prudencia nos había resguardado de la furia del elemento, que allí no tenía la misma violencia. Fuimos navegando cautelosamente, siempre pegados a la orilla y mirando espantados el río como quien mira andar a su lado a un perro rabioso.

Pudimos haber regresado al atajo. Pudimos haber dado marcha atrás. Las mujeres querían hacerlo, entre ellas mi madre. Pero los hombres no. Allí estaban como todos los días, como ha sido por miles de años, como siempre, frente a frente, hombre y naturaleza. El reto eterno. Así que seguimos el viaje, que ahora se había vuelto una travesía peligrosa. Arrastradas por las aguas se veían vacas muertas, árboles con sus enormes raíces apuntando al cielo, frutas, piraguas girando como la ola marina de los parques y toda clase de cachivaches. El Mamoní parecía cada vez más un gigantesco lodazal. La angustia se fue apoderando de todos ante la expectativa de ver pasar en cualquier momento un cadáver humano. Garrido decidió entonces detenerse. En esa parte del río por donde íbamos no había árboles de ramas largas de las que se pudiese amarrar el cayuco, por lo que nuestro capitán se pegó completamente a la orilla y enterrando con fuerza una palanca en el fango, amarró el cayuco a la misma, anclándolo en aquel lugar. Allí esperaríamos a que el Mamoní se calmara para proseguir la marcha. Nuevamente algunos bajaron a tierra, específicamente pasajeros que durante el trayecto habían estado bebiendo aguardiente sigilosamente. Estuvimos horas allí tranquilos, aunque asustados por dentro. Entonces ocurrió lo imprevisto. 0 quizás no tan imprevisto. Tal vez por efecto de los tragos, tal vez por simplemente alardear, no faltó quien empezó a bravuconear, a desafiar al río, tratando de arrebatarle lo que ya era suyo. Uno intentó coger una sandía de las enfurecidas aguas con un canalete. Otros hicieron lo mismo y de pronto varios hombres estaban tratando de coger cosas que el río traía. En una de esas maniobras, alguien golpeó la palanca y ésta se salió del fango. En un instante la embarcación quedó dando vueltas en las turbulentas aguas del Mamoní, dejando gente en la orilla, entre los que se hallaba mi tío Víctor Guevara Ortega. El pánico se apoderó de todos nosotros. La gente gritaba y lloraba. <<Nos va¬mos a ahogar>>, decían unos, <<va¬mos a. morir>>, decían otros, en medio de rezos y plegarias a San Cristóbal, santo patrono de Chepo. En el puesto de mando, de pie junto al motor, yo veía la larga figura del capitán Garrido, quien era el único que conservaba la calma. Mi madre nos tenía abrazados a mis hermanas y a mí, mientras con lágrimas en los ojos y entre rezos a Santa Marta, la santa de su devoción, nos decía estas palabras que nunca olvidaré: <<Adiós, hijos míos, adiós, los quiero con toda mi alma, adiós>>. Los tres nos aferrábamos a ella mientras el cayuco era arrastrado violentamente por las aguas ante la total impotencia de quienes íbamos dentro. Pensé que íbamos a morir y fue cuando sentí el miedo a morir como un dolor de barriga. Con los ojos nublados por el llanto alcancé a ver al capitán Garrido sosteniendo firmemente una palanca como lan¬za en ristre. Parecía que inevitablemente íbamos a zozobrar cuando un poco de suerte y la gran habilidad de ese hombre nos salvó la vida. En una de tantas vueltas que daba el cayuco, éste se vio precipitado contra un barranco. Garrido agarró la palanca con todas sus fuerzas y cuan¬do el bote dio contra el barranco la clavó en la tierra prensándose a ella y deteniendo el cayuco por un instante, que fue suficiente para que varios hombres saltaran rápidamente a la orilla y agarraran fuertemente la embarcación por los bordes.

Inmediatamente tomaron la soga de amarre y aseguraron el bote completamente. La gente empezó a dar gracias a Dios y a San Cristóbal por habemos salvado la vida. La tarde se iba anunciando la llegada de la noche. El Mamoní seguía fuera de control. Nos preguntábamos por la gente quedada atrás. Fue oscureciendo y sin darnos cuenta, bajo la vigilia de los hombres y de mi ma¬dre, agradeciendo a Santa Marta habernos salvado de morir ahogados, mis dos hermanas y yo nos quedamos dormidos.

Al día siguiente la pesadilla había pasado. Despertamos en un río en la más completa y absoluta calma, tanto que no parecía normal. El Mamoní apenas si dejaba oír un leve murmullo, como un susurro de sus aguas que daban la impresión de no moverse, de estar paralizadas. Garrido arrancó el motor y se¬guimos el viaje.

Más tarde, desde los muros del viejo puerto de La Capitana, seguros y salvos, miraba extasiado las aguas tranquilas del río Mamoní correr hacía su destino en el mar y ni aun la sensación de la muerte que había puesto en mi barriga, pudo impedir la admiración que entonces sentí por él. Sea.

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