Por: Enrique Avilés.
Ante los reclamos inmediatos de los sectores populares y medios, primando la rebaja de los hidrocarburos, la canasta básica familiar, los medicamentos y la necesidad de atender la infraestructura de los recintos educativos, subyace el descontento de un pueblo que no termina ver como sus gobernantes hacen de su pobreza algo dispensable para el sustento de la democracia, mientras sostienen una estructura de distribución de las riquezas carente de equidad. Es innegable que ahogar a un pueblo en la miseria ha sido el manual seguido por muchas gestiones oligárquicas latinoamericanas que, embriagadas de poder, gobiernan en contra de los intereses nacionales, poniendo el sistema a favor de intereses propios y transnacionales. Todo acompañado clientelismo, nepotismo, corrupción, falta de transparencia e impunidad, cerezas del helado que terminan de hacerlo más injusto y despreciable, pero supremamente funcional a sus maquiavélicos fines. Esto último es el mejor ejemplo de lo que no debe ser una democracia y de porque muchas ya han tenido estallidos sociales, permitido a la postre experimentos fallidos de izquierda, o apostando a probar gestiones de centro izquierda.En el caso Panamá, se advierte una gestión que muestra todos los componentes ya mencionados, ciertamente agudizados por la pandemia y por factores geopolíticos internacionales. Así el panorama, el estallido de protestas, yéndonos a la raíz del asunto, obedece a la burlesca distribución de ayudas y restructuración de ingresos del Estado, que dispone descaradamente una reactivación económica para una minoría, mientras que al pueblo le ofrece desempleo, informalidad y hambre. Basta solo un vistazo para notar que en plena pandemia el gobierno apostó como sustento de la economía a la asistencia irrestricta e incondicional a la banca, ofertándole dos mil millones de dólares del tesoro, dinero que deberán pagar a futuro los panameños y no los beneficiados bancos. En otras palabras, se priorizó en salvar parte sustancial del modelo económico de plataforma internacional de servicios en una acción preventiva atinada, pero descabellada al no implicar compromisos con el tesoro nacional. Igualmente, la creación de incentivos fiscales a los magnates hoteleros del patio por un monto de mil setecientos millones, resulta burlesca al no acompañarse de un plan de reactivación económica estratégico respecto a la industria turística, erosionando las arcas del Estado, sin garantía de resultados ni compromiso de retribución alguno. A todo esto, se le suma el abultamiento injustificado de la planilla estatal como si fuese una solución social, cuando se asiste a mecanismo de clientelismo y nepotismo; una corrupción galopante acompañada de una impunidad descarada; la falta de generación de empleos y la pauperización de los existentes; el abandono de la pequeña y mediana empresa y el productor rural, acto peligroso para la seguridad alimentaria de los panameños. Sin olvidar, los oligopolios de hidrocarburos, transporte y medicinas que continúan, en contubernio con la gestión gubernamental, en el negociado millonario de sobrecostearle la vida al pueblo.
Teniendo más de una semana de protesta, es obvio que el problema es una gestión estatal en democracia que le es imposible, por su propia naturaleza oligárquica y viciada, asistir las necesidades de las sufridas mayorías de la nación. Se precisa establecer los consensos sociales para un plan de emergencia nacional, que sea un compromiso real de parte de todos los sectores y que marque un cambio sustancial, más allá de ser una propuesta paliativa y momentánea. Un plan que, a largo plazo, entienda que la nación es de todos y no de oligopolios, de donantes millonarios, y de políticos y empresarios corruptos. Hacerlo ya es prioritario para evitar que la sangre entre en escena.
El autor es docente de la Universidad de Panamá.
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