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El caballito de madera 

    «Se puede reír, se puede llorar,

                               pero no se puede vivir sin soñar».

Miguel Montiel-Guevara         
De mi libro de cuentos “Entre la calle y el monte”, del cual ya no existen ejemplares a la venta, me place ofrecerles otro relato “El caballito de madera”. Años 80s. Estoy publicando algunos de los cuentos para quien desee conocerlos, sin ningún compromiso.
A los golpes del hacha el recio árbol no tuvo otro remedio que inclinarse y caer vencido. La tierra se estremeció con el poderoso impacto de su caída y los pajarillos huyeron en bandada asustados por el estruendo, que no por el desplome. Allí en el suelo, indefenso, fue desmembrado y de sus numerosas y frondosas ramas no quedó nada. Sólo permaneció desafiante su tronco cercenado, aferrado a sus raíces para volver a crecer, quizás, aferrado a la vida, esquivando a la muerte en esa vuelta. Pronto fue un largo chorizo de pulpa inerte, acostada junto a otros tantos cadáveres, formando una larga y ancha alfombra de árboles sin vida, aguardando silenciosos ser lanzados a las aguas profundas del río Bayano para emprender su viaje al aserradero.
Todo estaba listo para partir. Una larga y gruesa soga los acordonaba, apiñados unos contra otros, flotando y bailoteando en la orilla del río. La partida sería muy temprano al amanecer, inmediatamente después de pleamar, cuando la corriente cambiaría de dirección, regresando raudas decenas de kilómetros hacia el mar, en un recorrido que los llevaría hasta el entronque con las aguas menores, pero tempestuosas del río Mamoní y de ahí marcharían directamente al puerto de La Capitana. Salieron de madrugada, en medio de la bruma que se expandía suspendida por toda la superficie del litoral, de orilla a orilla, cubriéndolo todo, como un enorme manto blanco grisáceo que las garzas atravesaban como flechas disparadas en un juego de ilusiones. Partieron silenciosos, húmedos y tiesos, acompañados de décimas, gritos y salomas saltando de boca en boca de sus custodios…
Mientras apuraba su café, negro, sin leche y sin azúcar, espesado con los trocitos de pan que acostumbraba echarle adentro, los ojos de Juan Albañil seguían por todo el cuarto los movimientos de su pequeño hijo vistiéndose para ir a la escuela. Su madre lo ayudaba afanosa. El hombre del palustre sabía exactamente lo que el pequeñín le preguntaría dentro de un momento, cuando hubiera acabado de vestirse. Quizás por eso terminó su desayuno buscando alcanzar rápido la puerta, en un intento inútil de escapar a la pregunta que se le vino encima cuando se colgaba del hombro la bolsa con sus herramientas y se disponía a salir.
< Papi, ¿el Niño Dios me va a traer mi caballito? > Se quedó inmóvil en el umbral de la puerta recibiendo de golpe los rayos de sol sobre su cuerpo. Pudo sentir cómo su mujer dejó escapar un suspiro corto y con los ojos del alma la vio acomodar a Juancito en la silla, arrimarlo a la mesa, colocarle un viejo pañal alrededor del cuello e instruirlo a comer como era debido su plato de avena cocida con un pedazo de pan micha con mantequilla. Volteó hacia los dos y regresando sobre sus pasos se acercó al chiquitín. Se agachó junto a él y al tiempo que lo acariciaba, pasándole una y otra vez la mano por la cabeza alisándole el cabello, le dijo:
< Sí hijo, el Niño Dios te va a traer tu caballito. El día de Nochebuena, cuando tú estés durmiendo, Él vendrá y te lo traerá. > Seguidamente se levantó y salió.
El Autor y su Caballito de Madera
Era inútil hacer planes al respecto. El trabajo empezaba a encogerse y el poco dinero que ganaba tenía que aguantar hasta después que la construcción finalizara. Algo había que guardar, ahorrar para cuando las cosas se pusieran feas, lo que ocurriría al terminarse el trabajo. Entonces llegaría la angustia, la desesperación al salir bien temprano todos los días y regresar muy tarde, cansado y de mal humor, después de andar de un lado para otro, de construcción en construcción, buscando trabajo. Por eso había que prepararse para el mal tiempo, para los días sin paga. Odiaba quedarse sin trabajo. No podía pensar siquiera que podría comprarle a su hijo un caballito. Claro, no un caballito de verdad, pero sí uno de madera, un sustituto, que le quitara la obsesión, el embrujo que le hacía soñar diariamente con un caballito para jugar. Era inútil pues, hacer planes, pero no podía evitar sentir en su corazón el ardiente deseo de regalarle a su hijo un caballito de madera, sabiendo que con ello le daría una alegría infinita. Por eso no hacía planes, pero no dejaba de soñar…
Del Puerto de La Capitana salieron apretujados unos sobre otros en largos camiones. Su próxima parada sería en el aserradero y de ahí a la fábrica de muebles. El recio árbol, en un tiempo majestuoso y bello, ahora convertido en tuca, seguía el camino que lo llevaría a la sierra sinfín, a la lija y al cepillo. Su enorme vientre sería rebanado en planchas, medido y cortado, para luego convertirse en una silla, o en una mesa, o en parte de una estantería o cocina. Sin embargo, por un motivo imprevisto, su viaje se interrumpió cuando fue cuadriculado. Entonces aparecieron por todo su cuerpo remolinos que cambiaron la ruta de su destino. El aserrador dijo que para aquello no serviría. Que sería mejor mandárselo al abuelo. Los nudos regados por toda su anatomía habían cambiado su suerte, lo habían salvado de la sierra que lo descuartizaría. De modo que iría a otra parte. Serviría para otra cosa. Entonces partió hacia el taller de las gubias…
El filoso instrumento fue penetrando una y otra vez en el cuerpo del árbol desramado. Poco a poco, día tras día, pero con la maestría de quien sabe lo que hace, las manos de Don Pepe, el abuelo, fueron dando vida con el formón a la inescrutable madera, y patas, hocico y orejas emergieron. La crin larga y descansada, el rabo fuerte y desafiante, moviéndose al viento, los ojos fijos en la distancia y los enormes dientes relucientes, dejaron atrás al viejo árbol de los montes de Bayano…
A medida que se acercaba Nochebuena las ansias de Juancito crecían asimismo como crecía la frustración de su padre. Las cosas seguían igual o peor. El niño no cesaba de hablar de su caballito para montar. De nada servía hablarle de otros juguetes. Desde aquel día que montó un pinto en el carrusel itinerante instalado en los llanos del malecón de Barraza, la ilusión se quedó prendida en él aún después que el carrusel se había ido. Estuvo contrariado más de una vez por la terquedad del niño de ir todas las tardes a dar unas vueltas. <Tres vueltas por diez centavos. ¿Qué tanto era eso?>, se lamentaba ahora. La partida del tiovivo le había dejado este problema buscado por él mismo al decirle a su hijo, para salir del paso, que el Niño Dios le traería uno de esos hermosos caballitos de madera. A escasos días de Navidad su impotencia se tornó en angustia y desesperación. Pero aun así no se rendía, pues no dejaba de soñar.
Y llegó el día de Nochebuena. Lleno de sol y ráfagas de viento de un espléndido tiempo de verano. Juan Albañil se levantó muy temprano y salió a la calle sin saber a ciencia cierta hacia dónde ir, ni qué hacer. En su caminar meditabundo el joven obrero caminó sin rumbo hasta que ya por la tarde regresó a su casa. < ¿Por qué había tenido su hijo que soñar con un caballito para jugar?>, se preguntaba en silencio y en su cabeza explotaba la única respuesta que tenía: < ¡Maldición!>.
Don Pepe era un vestigio feudal en pleno siglo veinte. Artesano bendecido con el don de las manos creadoras. Sin duda el mejor tallador de madera que todavía quedaba en el mundo. De la estirpe de los de los de Pinocho. Sin embargo, de todos sus trabajos, uno en particular era magia pura. De ellos no hacía muchos, sólo unos pocos al año, porque además, para hacerlos debía esperar a tener el tronco de un árbol de cuerpo muy especial. Que no sirviera para mueble ni para cualquier otra cosa de las que se ocupan normalmente los talleres de ebanistería.
Tenía que ser el tronco de un árbol de corazones, que los muebleros no pudieran usar, que tuvieran que desechar. Entonces se lo enviarían a su taller de juguetes, hechos a pura muñeca. Hasta allí había llegado aquel árbol mutilado de Bayano, que la habilidad de sus dedos había convertido en un caballito de madera, al que satisfecho y sonriente ahora contemplaba. Don Pepe se dijo a sí mismo:
< Vamos, vamos, ya deja de alabarte, el tiempo apremia, has demorado mucho y se te ha hecho muy tarde. Te mereces una buena copa de vino tinto para celebrar. Andando pues…>
La Nochebuena había llegado. La noche de angustia de Juan. Hay un día del año que más temprano se acuestan los niños; el día de Nochebuena. Se recogen como las aves de corral, como los polluelos.
Hay un día del año que más temprano se levantan los niños; el día de Navidad. Se despiertan a primeras horas, cuando aún no termina de salir el sol. Despiertan llenos de curiosidad, buscando los regalos que les ha traído el Niño Dios. Juancito dormía cuando su padre entró en una cantina a varias cuadras de su casa. Finalmente, su mujer y él habían hecho lo único que podían hacer con el poco dinero que tenían. Compraron a su hijo uno que otro juguete confiando que a la postre olvidaría al caballito y jugaría con lo que tenía. Pero la amargura se le había quedado pegada en la garganta y sólo el aguardiente parecía poder arrancarla de allí. Así que entró a la cantina, se arrimó a la barra, pidió un trago de seco con leche y empezó a tomar lentamente, sumido en un profundo silencio, absorto en sí mismo, en medio de la algarabía que había a su alrededor. Por eso no se percató cuando un anciano cargando un enorme bulto entró a la cantina y fue a sentarse a una mesa arrinconada al otro extremo de donde él se encontraba. El resto de los parroquianos sí le prestó atención, en especial dos hombres con mala cara que bebían en la barra cerca del lugar escogido por el anciano para saborear la copa de vino tinto que había pedido.
< ¿Qué tendrá ese viejo ahí?>, se preguntaban, hasta que la curiosidad cedió y dio paso al impulso de apoderarse de aquel bulto fuera lo que fuera. Se retiraron de la barra y caminaron directamente hasta la mesa de su atención. Pocos segundos bastaron para que se formara una trifulca. En el rincón de la cantina el anciano se aferraba a su gran paquete mientras los dos rufianes hacían por quitárselo. La gente miraba la escena sin intervenir y fue entonces cuando Juan, desde el extremo de la barra, empezó a gritarles a los dos asaltantes que dejaran tranquilo al viejo, al tiempo que rápidamente iba hacia ellos. Los dos hombres voltearon hacia el intruso dejando momentáneamente a su presa. La bronca quedó planteada ahora entre ellos y Juan, o más bien, entre ellos y toda la amargura que tenía Juan por dentro, toda la rabia que sentía por la frustración de no haber podido comprarle a su hijo el caballito de su sueño, y entonces como un río en estampida, en desahogo de su ira de impotencia, todo el impulso vital de su cuerpo, toda la energía de sus veinticinco años endurecidos por el cemento y la arena, armaron su puño derecho de hormigón y cuando lo estrelló en la cara de uno de ellos se la explotó en un chorro de sangre de su  nariz rota como un palillo de dientes. El asaltante huyó apocado junto con su cómplice, que no quiso arriesgarse a recibir un golpe igual. Juan se acercó entonces al anciano y le preguntó:
<¿Está usted bien, abuelo?>
< Sí hijo, estoy bien, gracias, gracias por tu ayuda.>
< De nada abuelo, de nada. Esos tipos se merecían una paliza. Por su bulto hubieran sido capaces de matarlo.>
< Bueno, no pasó nada… pero es mejor que me vaya.>
< Sí, es verdad.  Esto no es muy seguro por aquí para usted. Yo también mejor ya me   voy.>
Y diciendo y haciendo ambos salieron de la cantina. Antes de salir, sin embargo, el anciano le pidió a Juan que le diera una mano con el bulto, el cual era de cartón amarrado con soguilla. Qué había adentro no era posible saberlo, ya que el bulto era una enorme cajeta cuadrada. Adentro podía haber cualquier cosa.
< Vaya abuelo, ¿qué trae usted aquí?>, preguntó Juan ya con la carga a cuestas.
< Un sueño, hijo, un sueño nada más>, le respondió Don Pepe calmadamente.
Juan no entendió la respuesta del anciano, pero le pareció graciosa y entonces comentó sonriendo, <pues es un sueño bien pesado> y los dos empezaron a alejarse de la cantina siguiendo el rumbo que llevaban, precisamente, por donde vivía Juan.
Mientras caminaban, el obrero no dejaba de hacer comentarios acerca de lo caro que estaban los juguetes. No podía ver bien a su acompañante por la postura que le obligaba a tener el cargamento que llevaba. Sólo veía parte de sus pies caminando a su lado y como éste caminaba lentamente pronto perdió de vista hasta sus pies, sintiéndolo venir unos pasos detrás de él. Así se fueron acercando hasta donde vivía Juan, bien entrada la noche. El joven albañil se percató entonces de que estaba frente a la puerta de su casa, bajó el bulto de su espalda y lo puso en el suelo al tiempo que exclamaba, < bueno, hasta aquí le puedo ayudar, abuelo >. Nadie le respondió y fue entonces que se dio cuenta que estaba solo. El anciano no se veía por ninguna parte. Entre confundido y asombrado, Juan empezó a mirar de un lado para otro esperando ver aparecer al desaparecido. Pero el tiempo pasó y nadie apareció. Su confusión ahora era total. Se hallaba además, cansado y asueñado por los tragos que se había tomado en la cantina. Así que decidió entrar a su casa y guardar el bulto. Mañana trataría de averiguar qué había pasado con el anciano. Entró, cerró la puerta tras de sí, colocó el bulto en medio de la semi oscuridad del cuarto, junto con otros paquetes que se hallaban en el suelo, al pie de un nacimiento del que provenía la poca luz que había y desvistiéndose en el camino se fue a dormir con su mujer. De paso, vio en el fondo del otro cuarto la camita donde dormía su hijo y no pudo evitar volver a recordar con tristeza el asunto del caballito de madera que no había podido comprarle. Ya era bien entrada la Nochebuena cuando Juan se quedó dormido.
Hay un día del año en que más temprano se levantan los niños; el día de Navidad. Se levantan como las aves de corral, como los gallos, cuando aún las sombras de la noche prevalecen sobre el mundo. Juancito saltó de la cama y caminó directamente hacia donde se hallaban acomodados en el suelo los juguetes que el Niño Dios le había traído. Se detuvo frente al bulto que su papá había dejado y sin prestar la menor atención a lo demás, empezó a tratar de soltar las amarras. Su esfuerzo fue en vano; no logró soltar un solo nudo. Presuroso, corrió hacia el cuarto de sus padres y tras jamaquearlos una y otra vez consiguió despertarlos al fin. Estos se levantaron todavía medio dormidos y siguieron a su hijo hasta donde estaban los juguetes. El pequeñín entonces le pidió que le abrieran el bulto. Juan abrió del todo los ojos y comprendió que el inocente niño creía que aquel bulto era un regalo para él, y, peor aún, intuyó que muy probablemente creería que era su soñado caballito. Su mujer no entendía nada de lo que ocurría y sólo preguntaba de quién y qué era aquel bulto mientras lo revisaba de arriba a abajo dominada por la curiosidad. Juan intentaba decir algo, pero las palabras no salían de su boca y el niño insistía una y otra vez en que le abrieran el bulto. Entonces la mujer de Juan reparó en unas palabras escritas en uno de los lados del bulto, que decían:
      «Se puede reír, se puede llorar,
                               pero no se puede vivir sin soñar».
Juan y su mujer se miraron extrañados, mientras Juancito insistía en que le abrieran el misterioso bulto. Entonces su madre, presa absoluta de la curiosidad, sacó unas tijeras de una gaveta y en un instante liberó el bulto de sus amarras, cayendo al suelo las planchas de cartón y dejando al descubierto un precioso caballito de madera con todos los colores del arco iris. Entonces aquel cuarto, alumbrado apenas por un bombillo de 15 watts, casi al morir de la madrugada, se llenó con toda la luz del Universo, como si miles de estrellas hubiesen explotado, al conjuro de la sonrisa de infinita alegría de un niño que tenía un caballito de madera. Sea.
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