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Una bandera de fuego gritando al tiempo.|


Por: Héctor Collado
(Primer Premio, Concurso  Literario Cuentos de Verano 1984).

La mañana sube con sus manos de luz por el cuerpo en ropa interior de la ciudad.  El día parece recién inventado y por sus poros destila una transparencia sin precedentes en la historia de la luz.

Era la específica, la mañana cierta que le daría coherencia y significación histórica a su acto. Había esperado veinte años para hacerlo.

El hombre reflexiona encarnizadamente. La duda persiste cuando las contradicciones golpean con su martillo indescriptible las zonas donde se forja la idea, sobre el yunque de las consideraciones de donde saltan peligrosamente las encendidas esquirlas del criterio, y los conceptos son la pieza largo y duramente modelada con que se arma el mecanismo dentado de las certidumbres.

La madre lo miró largamente. Quiso hablarle de los lugares que designe la vida a cada hombre; del desprecio que se debe sentir por el sacrificio cuando la Patria está herida o prisionera; recordarle que no era justo que mientras unos viven en la más rancia opulencia otros, los más, murieran de inanición; decirle que el pan de una Era es el pan de toda la historia, que crece en espiral; que había que quemar la casa. La noche y la esperanza si es preciso con tal de sostenerse en pie dignamente sobre la vida, convencerle que el problema fundamental no era explicarse el mundo, ni llenarse el cuerpo de los porqués consabidos acerca de los orígenes  del hombre y sus tormentos, del cosmos y sus planetas y señalarle que el camino más corto para su comprensión era transformarlo, hacerlo definitivamente suyo… Pero no profirió palabra alguna, no quiso romper el lapsus entre el pensar y el decidirse en que se hallaba inmerso el hijo.

Él era un hombre común, con ojos, manos, brazos y piernas… Tenía en su cuerpo los lugares destinados donde aguardan desde siempre el el arrojo y la osadía.  Épico, temperamental e insurgente.

Su actitud frente a la vida lo había llevado a tomar serias decisiones sobre el destino de Nuestra América y ese convencimiento, lo a la Madre Selva centroamericana que se abrió de brazos y piernas para recibir al nuevo hijo que haría surgir de sus entrañas la libertad anhelada.

Para todo hombre -decía- hay un tiempo y un deber.

La vida, según su convicción, le había designado un lugar y él, aceptó el compromiso, la historia le ofreció una fecha y estaba decidido a utilizarla como pretexto.

Era enero y la Plaza estaba abarrotada de consignas, gritando hombre de pancartas portando mano y banderas, despeinando vientos. Era enero en las calles y el día se hizo de pasos y de gritos.

El sol continuaba su trayecto milenario, era como un líder a la vanguardia de la multitud que marchaba gesticulante por la Avenida Central.

La mañana despedía un profundo olor a recuerdo, un sonido como de pájaros lanzados hacia el cielo golpeaba la conciencia y el corazón del hombre quería escaparse, marcharse con la bandada que gritaba nombres de héroes caídos, pero había el compromiso y los mártires desde la cicatriz, honda y jubilosa, le increpaba el nuevo holocausto de la Patria sobre la piedra del sacrificio necesario.

Pasada la angustia causada por la reflexión, el hombre tomó conciencia, el pensar pasó a ser prehistoria y la palabra se hizo acto y empezó a movilizarse el mecanismo del valor; y la certeza apartó de su lugar a la duda: ubicó el lugar de los ojos, se colocó los brazos, se atornilló las piernas , desechó los temores, y le clavó las frases indispensables a su lengua para dispararlas cuando la necesidad lo indicara, se tatuó en las manos los gestos con que se impulsan las palabras… y decidido inició los pasos seguros hacia la muerte.

Frente a la sede diplomática del imperio del asco se roció con esperanza -ese combustible de los pueblos y el incendio estalló inmediato y crepitante. Un calor hondo y abrasante le tomó por asalto el cuerpo, la sangre hecha un hervidero le rasgaba con violencia las venas, y el corazón apresuró su función vital y como un animal enjaulado víctima del asedio, saltó del pecho. El hombre lo tomó con las manos despellejadas, un chisporroteo en las uñas le recordó el sentido de su inmolación.

Con la piel en carne viva y las vísceras convertidas en un reducido infierno atravesó la calle, como quien cruza la frontera entre la vida y y su hermana: parecía un espectro iluminado cuando los centinelas de la embajada lo vieron venir hacia ellos;  de su cuerpo salían pueblos y consignas gritando libertad, Lorenzo redivivo, Sandino vigilante, Nicaragua defendida, donde un fragmento de revolución americana le dio un lugar, un galil y una selva para sostenerla; Ascanio lanzando piedras veinte años atrás.

Como si fuera golpeado por un peso descomunal, cayó al suelo ante el espanto de los centinelas petrificados. Se incorporó y con la boca llena de flores y consignas envenenadas, desmantelado por los rigores omnívoros del fuego hizo posta e inició una solitaria arenga… cuando gritó: ¡PATRIA LIBRE O MORIR!

Arrojó el corazón contra una de las ventanas de la embajada, los cristales se convirtieron en un puñado de vidrio molido mientras él se deshacía como una mariposa de celofán que finiquitó su vuelo.

Una ráfaga de viento levantó los fragmentos de su existencia consumida y subieron al cielo en un torbellino para luego caer al mar. Instantáneamente el ciclo del agua hizo su trabajo y un aguacero se precipitó  sin tregua sobre la ciudad removiendo costras y herrumbres, la multitud manifestante quedó suspendida en el suceso; los relojes se detuvieron a esa hora y la ciudad fue sometida por ese solo latido incinerado.

¡Nunca un hombre estuvo tan rodeado de silencio y soledad…nunca un hombre fue más libre!

Nadie supo de la agonía del suicida, los motivos de un lanzamiento a la boca de la muerte.

En casa, la madre fue asaltada por un extraño presagio y como un bólido llegaron a ella los recuerdos de su primer embarazo y volvió a sentir los rigores del parto, y una criatura que pugnaba duramente por brotar de la oscuridad a la luz.

El sentimiento duraría toda la vida…

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