Republicanos y Demócratas proclaman: República Popular China enemigo estratégico número uno de Estados Unidos
El Periódico
16 de mayo de 2025
Análisis Internacional, Opinión
58 Vistas
La confrontación actual con China recuerda, en muchos aspectos, la Guerra Fría con la Unión Soviética. Sin embargo, hay una diferencia crucial: la URSS nunca tuvo los vínculos comerciales, tecnológicos y financieros que hoy unen a China con EE. UU. y con el sistema global.
Por Rafael Méndez
Xi y Putin el 9 de mayo pasado en la plaza Roja.
En un escenario político fracturado por disputas internas, hay una coincidencia que atraviesa líneas partidistas: la República Popular China es vista por demócratas y republicanos como el mayor desafío estratégico que enfrenta Estados Unidos en el siglo XXI.
Y esa visión en fácil de observar desde el Congreso hasta la Casa Blanca, la narrativa es clara: el ascenso global de China amenaza la hegemonía económica, tecnológica y militar de Washington. Bajo el liderazgo renovado del presidente Donald Trump, esta postura se ha endurecido aún más.
Tras su regreso al poder en enero de 2025, Donald Trump ha retomado su política exterior con un tono confortativo hacia Pekín. Ha intensificado los aranceles, recrudecido las sanciones tecnológicas y endurecido la vigilancia sobre empresas chinas con operaciones en EE. UU. Trump acusa abiertamente al Partido Comunista Chino de prácticas expansionistas, manipulación del comercio y espionaje sistemático.
«China ha abusado del comercio justo y ahora busca controlar el mundo», declaró en su primer discurso ante el Congreso tras asumir nuevamente la presidencia. Su administración ha retomado el discurso del “desacoplamiento” económico y ha acelerado medidas para trasladar cadenas de suministro estratégicas fuera de China. Bajo su mandato, Washington se propone reconstruir su poder industrial y recuperar posiciones clave en sectores de alta tecnología.
Biden: legado multilateral de contención
El expresidente Joe Biden, cuyo mandato concluyó en enero de 2025, dejó un enfoque de contención a China basado en la cooperación internacional. Durante su gestión, fortaleció alianzas con Europa, Japón, Australia e India para limitar la expansión tecnológica y militar de Pekín.
Su administración impulsó la Ley CHIPS y Ciencia —con apoyo bipartidista— para reforzar la producción de semiconductores en territorio estadounidense. También promovió restricciones a la exportación de tecnología sensible, particularmente en inteligencia artificial y computación cuántica.
Aunque Biden evitó la retórica incendiaria, no dudó en calificar a China como “un rival autoritario con ambiciones globales”. Su estrategia combinó diplomacia, presión económica y despliegue militar en el Indo-Pacífico, especialmente en defensa de Taiwán.
Al nivel tal que durante la presidencia de Biden como en el nuevo mandato de Trump, el Congreso estadounidense ha mantenido una posición firme frente a China. Líderes demócratas y republicanos coinciden en que el gigante asiático representa una amenaza sistémica al orden internacional liderado por EE. UU.
Prueba de este consenso es la continuidad de políticas clave como el control de inversiones estadounidenses en sectores estratégicos chinos, el fortalecimiento del Pentágono frente al poderío militar de Pekín y las medidas para contrarrestar la influencia china en América Latina, África y el Sudeste Asiático.
Incluso figuras moderadas del Partido Demócrata han endurecido su discurso, mientras que sectores republicanos más radicales proponen medidas como la desvinculación total en tecnologías emergentes. La rivalidad con China se ha convertido en un raro punto de unidad en la política estadounidense.
Interdependiente: China en el centro de la estrategia global
A pesar del tono beligerante, los lazos económicos entre EE. UU. y China siguen siendo profundos. En 2023, el comercio bilateral superó los 575 mil millones de dólares, según datos del Representante Comercial de EE. UU., reflejando una interdependencia difícil de romper.
Esta paradoja ha obligado a los estrategas en Washington a matizar su lenguaje. Mientras documentos oficiales describen a China como un “competidor estratégico”, en foros políticos y medios de comunicación, el término “enemigo” ha ganado terreno.
La ambigüedad semántica refleja una realidad incómoda: aunque se busca contener el avance chino, una ruptura total tendría costos enormes para ambas economías. La batalla es por el control de los sectores estratégicos del futuro, no por una desconexión total.
Sin embargo, la Estrategia de Seguridad Nacional elaborada bajo Biden y actualizada por Trump mantiene a China como “la única potencia con la intención y la capacidad de reconfigurar el orden internacional”. Esta premisa justifica los vastos recursos asignados al Pentágono y a las agencias de inteligencia para monitorear sus movimientos.
Además de la competencia tecnológica, el ámbito militar se ha vuelto central. Trump ha ordenado el refuerzo de bases militares en Guam, Filipinas y Japón, al tiempo que ha renovado compromisos con aliados del Indo-Pacífico. La región se ha convertido en el epicentro de la nueva disputa geopolítica, aunque Taiwán sigue siendo el punto más sensible. Washington ha incrementado la cooperación militar con la isla y, bajo Trump, no se descarta una revisión de la ambigüedad estratégica que por décadas ha regido la política estadounidense hacia el estrecho de Taiwán.
¿Hacia una nueva Guerra Fría?
La confrontación actual con China recuerda, en muchos aspectos, la Guerra Fría con la Unión Soviética. Sin embargo, hay una diferencia crucial: la URSS nunca tuvo los vínculos comerciales, tecnológicos y financieros que hoy unen a China con EE. UU. y con el sistema global.
Esta complejidad hace que la contención de China no pueda basarse solo en sanciones y disuasión militar. Requiere también competir en innovación, infraestructura, educación y diplomacia. Trump lo entiende desde una lógica de poder; Biden lo planteó como una pugna entre modelos de gobernanza.
Ambos coinciden, no obstante, en que la supremacía de EE. UU. está en juego. Esa visión ha calado hondo en las élites políticas, empresariales y militares, y condicionará las relaciones exteriores del país en el futuro previsible. La designación de China como enemigo estratégico número uno ya no es una mera posición partidista. Se ha convertido en doctrina de Estado. Bajo Biden, esa doctrina tomó forma multilateral. Con Trump, se radicaliza y asume un tono abiertamente confortativo.
Pero más allá de estilos, lo que importa es que el “consenso China” se ha institucionalizado. Está presente en las leyes, en el presupuesto, en la diplomacia y en la defensa. Washington ha decidido que no permitirá que el siglo XXI sea chino. Sin embargo, aún está por verse si este consenso bipartidista se traducirá en una estrategia integral, coherente y sostenible. Por ahora, lo único claro es que Estados Unidos ha entrado en una nueva etapa de rivalidad estructural con China, y no hay señales de que vaya a dar marcha atrás
1 Hay un solo Like:(
User Rating:
5
( 1 votes)