Porque cuando el pueblo habla, el poder tiene la obligación de escuchar.
Por: RUBEN CASTREJO Periodista y abogado
Panamá vive días de tensión, de resistencia y de profundo malestar social. En apenas diez meses, el gobierno del presidente José Raúl Mulino ha logrado lo que muchos creían imposible: unificar a diversos sectores en el rechazo a una gestión que ha optado por la imposición en lugar del consenso, el autoritarismo por encima del diálogo, y el desprecio donde debió haber respeto.
Desde el primer día, múltiples organizaciones sociales advirtieron la necesidad de gobernar con todos los sectores, no solo con los grupos empresariales. Sin embargo, el Ejecutivo decidió gobernar “para la empresa privada”, como lo declaró con orgullo, ignorando las demandas de una ciudadanía harta de exclusión, corrupción y decisiones a espaldas del pueblo.
Hoy, la huelga indefinida que comenzó con los gremios docentes se ha extendido como una ola de dignidad: trabajadores bananeros, obreros de la construcción, personal de salud, estudiantes secundarios y universitarios, y comunidades indígenas anuncian o inician su adhesión. No es un movimiento espontáneo ni aislado. Es el resultado de una acumulación de agravios: el rechazo a la Ley 462 que reforma la Caja de Seguro Social sin considerar las propuestas de los gremios; el desempleo que supera el 9.5%; el aumento escandaloso de los salarios de los magistrados de la Corte Suprema; una Asamblea Nacional señalada por el despilfarro y el clientelismo; y acuerdos internacionales que se firman sin consulta ni transparencia, comprometiendo la soberanía nacional.
El colmo ha sido la respuesta oficial: insultos, arrogancia y declaraciones irresponsables de funcionarios que se justifican diciendo que tienen “mecha corta”, mientras ceden a intereses extranjeros con “mecha larga”.
Frente a este escenario, surgen los discursos alarmistas que culpan a la huelga de las pérdidas económicas, como si el deterioro estructural del país no viniera de mucho antes. Se señala al pueblo por protestar, pero no se señala a los que llevan décadas saqueando el Estado. Se culpa al maestro, al obrero y al estudiante, pero no al político que legisla para sus aliados o al empresario que quiere gobernar desde las sombras.
El país no está paralizado por gusto. Está paralizado por necesidad. Porque cuando se agota la institucionalidad, la calle se convierte en el último recurso. La huelga no es el problema, es el síntoma de un sistema que no escucha, no respeta y no representa.
Si hay algo que este momento deja claro es que ya no se puede seguir gobernando de espaldas al pueblo. La paciencia se agotó. Y el pueblo panameño, tantas veces subestimado, hoy levanta la voz con firmeza. No es solo una protesta. Es una exigencia: por dignidad, por justicia y por un país que no se gobierne a espaldas de su gente.
Porque cuando el pueblo habla, el poder tiene la obligación de escuchar.