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La tumba vacía |

Por: Pedro Luis Prados S.

Hay muertos que no caben ni en su propia muerte. Muertos cuya vida llena de intensidad y desprendimiento no puede ser resumida en el geométrico espacio de la fosa. Muertos que se despiden con un brazo en alto y una sonrisa de esperanza que no anuncian el adiós, sino un sencillo “hasta mañana”.  Hombres que no caben en un mausoleo, cripta o fosa porque su sitio está en otra parte, en la insondable memoria de su pueblo, en el interminable compromiso con su gente, en las promesas pendientes y en los propósitos inacabados. Espíritus libres en los que la voluntad de ser y su proyección de hacer se impone sobre los tributos oficiales y a la mezquindad institucionalizada, porque su dimensión histórica palpita como viva sustancia en la memoria colectiva.

A esa clase excepcional de hombres pertenece Omar Torrijos Herrera, un proyecto humano irreductible que no puede ser opacado por la muerte ni por la miseria de sus detractores, porque su pertinencia no se limita a la individual acción de las circunstancias existenciales ni a la respuesta fácil ante las vicisitudes cotidianas, sino a la dura e ingrata tarea de transformar al mundo, de luchar por lo justo y dar dignidad al humilde. Por eso no hay forma alguna de apagar ese destello de esperanza que su nombre genera en un pueblo que lucha por construir una nación, a pesar de quienes desde las iniquidades del poder cuecen sus oscuras ambiciones.

Por eso Omar no está en el mausoleo que simbólicamente sus seguidores construyeron en la entrada del Canal, su cuerpo no reposa en paz como quisieran aquellos que aún, después de tantos años, temen que emerja como una fuerza intempestiva a combatir sus desafueros e injusticias. Se niega a resguardarse en el rectangular diseño de la cripta y se aventura, con miles de panameños de todas las generaciones, a volar sobre las montañas que tanto amó; recorrer las campiñas con su uniforme verde olivo y su cantimplora a la cintura; navegar sobre las aguas del canal de tantas luchas; saludar a Juan, a Pedro a Concha y a todos sus amigos campesinos; conversar con originarios y marginados motivos de sus desvelos; juguetear con los niños a los que prometió el futuro y estrechar la mano sudorosa del obrero en plena faena.

Es frecuente que, por la falta de comprensión histórica, simple ignorancia o mezquindad, que algunas personas sumergidas en sus resabios y envilecimientos consideren que la reducción de un hombre a los límites de la fosa cierra todo su proyecto de vida y su dimensión histórica. Posiblemente sí, pero sólo para aquellos que la mediocridad y la falta de visión les impidió deleitarse con el sol mañanero, un tazón de café y una tortilla asada; de sentir la tierra húmeda bajo sus pies y de disfrutar el regocijo por los proyectos logrados. Para ellos sí es válido ese cierre de su existencia con una cripta de mármol, un anual ramo de flores y unas rejas de bronce para que no salgan nunca más, pero para Omar y su pueblo sólo su bandera en el Ancón, los océanos abiertos al mundo y los espacios en donde las aves y las mentes pueden liberar la grandeza del espíritu. Por eso Omar no está en su tumba. Por eso está la tumba vacía.

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