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La engañosa teología de la prosperidad.|

Los cristianos, por bendecidos que nos hallemos en lo material, nunca olvidemos que estamos en este mundo sólo como embajadores de nuestra verdadera patria celestial.

C.S. Lewis advertía que: “La prosperidad une a un hombre al Mundo… construye en su interior una sensación de estar realmente a gusto en la tierra”. Ciertamente, la Biblia advierte acerca del peligro de que la prosperidad material nos conduzca a colocar nuestra confianza en los bienes de fortuna, el bienestar y el confort alcanzados a su sombra y nos haga sordos a la voz y guía de Dios en nuestra vida amonestándonos con estas palabras: “… aunque se multipliquen sus riquezas, no pongan el corazón en ellas” (Salmo 62:10).

Sobre todo, teniendo en cuenta el hecho ya comprobado del cual el profeta deja constancia: “Yo te hablé cuando te iba bien, pero tú dijiste: ‘¡No escucharé!’ Así te has comportado desde tu juventud: ¡nunca me has obedecido!” (Jeremías 22:21), amonestaciones recogidas por el Señor en el evangelio en declaraciones como ésta: “»¡Tengan cuidado! —advirtió a la gente—. Absténganse de toda avaricia; la vida de una persona no depende de la abundancia de sus bienes»” (Lucas 12:15); y en las epístolas pastorales de Pablo: “Los que quieren enriquecerse caen en la tentación y se vuelven esclavos de sus muchos deseos. Estos afanes insensatos y dañinos hunden a la gente en la ruina y en la destrucción. Porque el amor al dinero es la raíz de toda clase de males. Por codiciarlo, algunos se han desviado de la fe y se han causado muchísimos sinsabores…”, circunstancia que justifica su instrucción en el sentido de que: “A los ricos de este mundo, mándales que no sean arrogantes ni pongan su esperanza en las riquezas, que son tan inseguras, sino en Dios, que nos provee de todo en abundancia para que lo disfrutemos. Mándales que hagan el bien, que sean ricos en buenas obras, y generosos, dispuestos a compartir lo que tienen” (1 Timoteo 6:9-10, 17-18).

La prosperidad es, ciertamente, susceptible de hacernos sentir tan a gusto que da lugar a la engañosa sensación de que este mundo en su actual estado es el lugar para el cual fuimos creados y que, en realidad, no hay nada más fuera de él, por lo cual lo que habría que hacer sería acomodarse o “apoltronarse” lo mejor posible en él con la ilusión de permanecer así de manera indefinida, como lo señala David en su oración refiriéndose a quienes así proceden: “¡Con tu mano, Señor, sálvame de estos mortales que no tienen más herencia que esta vida! Con tus tesoros les has llenado el vientre, sus hijos han tenido abundancia, y hasta ha sobrado para sus descendientes” (Salmo 17:14).

Pero la Biblia nos revela al mismo tiempo que los seres humanos no fuimos creados para este mundo. Por lo menos, no en las condiciones en que se encuentra, por lo que la prosperidad puede ser engañosa en la medida en que genera en nosotros un apego a un lugar al que en verdad no pertenecemos y en el que sólo nos encontramos, por lo pronto, de paso como extranjeros y peregrinos, al igual que los hombres de fe del Antiguo Testamento, de quienes el autor sagrado afirma: “Todos ellos vivieron por la fe, y murieron sin haber recibido las cosas prometidas; más bien, las reconocieron a lo lejos, y confesaron que eran extranjeros y peregrinos en la tierra”  (Hebreos 11:13).

Los cristianos somos, pues, quienes adquirimos conciencia de esto y, por bendecidos que podamos hallarnos desde el punto de vista material, nunca nos acostumbramos del todo a este mundo en el que nos encontramos únicamente en calidad de embajadores de nuestra verdadera patria celestial, como lo señala el apóstol: “Así que somos embajadores de Cristo…” (2 Corintios 5:20), puesto que: “… nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde anhelamos recibir al Salvador, el Señor Jesucristo” (Filipenses 3:20), el lugar al que en verdad pertenecemos y en el que debemos tener puesta la vista: “Concentren su atención en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Colosenses 3:2).

Por esta razón, no debemos dejar en ningún momento de anhelar nuestra verdadera patria, por mucho que logremos vivir bien en este mundo y mejorar las condiciones de vida en nuestro entorno inmediato en ejercicio de nuestras responsabilidades cristianas, como lo ordenó de cualquier modo Dios a su pueblo: “Además, busquen el bienestar de la ciudad adonde los he deportado, y pidan al Señor por ella, porque el bienestar de ustedes depende del bienestar de la ciudad»” (Jeremías 29:7). Después de todo C. S. Lewis también nos recordó que: “… los cristianos que más hicieron por este mundo fueron justamente aquellos que más pensaban en el mundo que viene…”. 

Sin embargo, no podemos olvidar que todo lo que hagamos por mejorar este mundo son tan sólo efímeros y precarios anticipos de la transformación final que éste experimentará con la segunda venida de Cristo, pues: “La creación aguarda con ansiedad la revelación de los hijos de Dios, porque fue sometida a la frustración. Esto no sucedió por su propia voluntad, sino por la del que así lo dispuso. Pero queda la firme esperanza de que la creación misma ha de ser liberada de la corrupción que la esclaviza, para así alcanzar la gloriosa libertad de los hijos de Dios…” (Romanos 8:19-22); o, en las palabras del apóstol Pedro: “… según su promesa, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva, en los que habite la justicia” (2 Pedro 3:10-13), expectativa y esperanza simultáneas selladas contundentemente por Juan en su revelación en la isla de Patmos: “Oí una potente voz que provenía del trono y decía: «¡Aquí, entre los seres humanos, está la morada de Dios! Él acampará en medio de ellos, y ellos serán su pueblo; Dios mismo estará con ellos y será su Dios. Él les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor, porque las primeras cosas han dejado de existir»” (Apocalipsis 21:3-4), momento en que nuestra patria celestial se establecerá de lleno en este mundo terrenal en el que nos encontramos y cielo y tierra se fundirán en una sola realidad que será a la que por fin perteneceremos por toda la eternidad y en la que: “…  El Señor mismo nos dará bienestar, y nuestra tierra rendirá su fruto” (Salmo 85:12), disfrutando así, por fin, de la verdadera y definitiva prosperidad preparada por Dios para los suyos.

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