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Elogio de las malas palabras.

Rafael Ruiloba.

(Especial para El Periódico)

Como es fama, las «malas palabras» en la historia de la cultura llevan el peso del tabú, el cuestionamiento moral, la interdicción legal; además promueven la vergüenza sobre partes pudendas, y caracterizan la obscenidad, la impudicia, y la transgresión del poder.
El psicólogo Ariel Arango considera que las malas palabras “muestran lo que no debe verse o escucharse y las asocia con la obscenidad y la pornografía” (1989 p 16).
Muchas veces las malas palabras, se disfrazan con eufemismos y circunloquios, los cuales sirven para expresar el deseo de «comerse el pastel antes de la boda», o referirse con fervor sicalíptico, al anhelo de amamantarse con las pechugas de soprano o el deseo por beber en el ánfora de todos los sueños. En este caso las malas palabras son la que infiere el lector.
Las hay muy peligrosas, como teta. La mitología griega nos da el ejemplo de Anteón, quien por casualidad o por intención, le vio las tetas a Artemisa. Ipso facto incurrenda, la diosa lo convirtió en ciervo y sus propios perros, lo persiguieron y lo devoraron, entonces mirar tetas en la privacidad de otros, es tabú. También las hay risibles como las usadas por Lisístrata ( 411,a.C ), personaje de la comedia de Aristófanes al quejarse de la falta de hombres debido a la guerra del Peloponeso. Ni siquiera había falos de cuero para consolarse.( Lisístrata p.32). Este deseo de masturbarse no debió causar mucha risa entre los atenienses, que vivían acinados, víctimas de la peste bubónica. Lo cierto es que los atenieses se liberaron de los tabúes sexuales y decidieron participar en orgías porque podían morir al día siguiente.“Hay un descenso moral entre los helenos» escribió Tucídes (Struve, 258). Lo mismo ocurrió en Roma muchos años después cuando acaeció una rebelión juvenil motivada por el culto del dios Baco.( Murga, p 57)
En este lapso todo lo que el tabú designaba con las malas palabras era permitido. En Grecia la revuelta impúdica, se aplacó por sí misma al final de la guerra; en Roma hubo 7 mil ejecuciones para volver a restaurar el tabú de las malas palabras.
Tras la Primera Guerra mundial, Guillaume Apollinaire encabeza la rebelión de las malas palabras. El título de su espeluznante novela Las once mil vergas, es un ejemplo.
En su novela El poeta asesinado, los personajes femeninos realizan una filosofía de las malas palabras y acuciosamente observan que el órgano varonil, mayoritariamente se designa con nombres femeninos (p 6). El escritor cubano Guillermo Cabrera Infante, hizo una lista (p 87):
Polla, picha, pija, pinga, moronga, cabia o cavia, caoba, majagua, mazorca, moco, pájaro, levana o lebana, linga, carajo, tranca, trozo, mecha, trabuco, perinola, mandarria, pene, palo, mástil, verga, vergajo, vianda, la cabezona, la calva, cuero, látigo, rabo, chorizo, morcilla tabaco, la sinhuesos, arma, espada, pluma, (mojar la pluma)
—casi siempre, cosa curiosa, el nombre está en femenino.
Sin duda, muchas están relacionadas con oficios y circunstancias que dieron pie a eufemismos para designar lo inmencionable.
Las malas palabras también funcionan para expresar frustraciones o desagrado ¿Quién no ha dejado en soltura unas cuantas palabrotas? Sobre todo, cuando un cenutrio te atosiga con su verborrea vendiéndote boletos para apostar en una pelea de camellos, ¿o un gaznápiro te explica como construyeron las pirámides de Egipto o un zoquete se nos atraviesa en la vía con su carcacha de dos ruedas y termina rompiéndonos las pelotas con una boleta de tránsito? ¿Quién no ha mandado a “freír espárragos” o enviado al carajo al zascandil de turno o le ha pedido al tonto de capirote que vaya a la oficina de su jefe a hacer lo que una estatua no puede hacer en el retrete?
Lo bueno de las malas palabras es que se amoldan a las circunstancias de forma tan acuciosa que algunas no lo parecen. Lutecia, por ejemplo, nombre antiguo de Francia usada por Rubén Darío en uno de sus poemas, era una de estas. Según Rabelais significaba blanquilla, indicando que en París las mujeres estaban acostumbradas a mostrar la cara lutecia con la blancura de sus piernas. (Rabelais , p 74).Según Plutarco, en Roma tenían la palabra “primicia” para designar a una niña de 12 años, edad en la que solían casarse las romanas de esa época ( Irigoyen, p 73,), era porque solían asesinar a las que habían perdido su virginidad, así que por seguridad, las casaban.
Las revistas sicalípticas crearon una filigrana verbal para las malas palabras que no lo parecen. Las legendarias despechugadas de las portadas, sustituyeron a la palabra teta, de lo auditivo se pasó a lo visual y aparecieron las horizontales, las dialogantes, las grises, las cupletistas, las cocotas, las rellenitas, las peque, el jarabe antivenéreo y las violentas reacciones del puritanismo.
También la palabra verborrea me parece una de las que no parecen malas palabras. Me huele como a diarrea de palabras, actividad surgida de una mente intoxicada por la logorrea. Es un decir sin sentido, y hay que expulsarlo con urgencia de la mente, como si uno defecara palabras sin sentidos, ni significados con la boca.
Hay malas palabras que se gastan y dejan de serlo como cenutrio, (torpe), gaznápiro( idiota ) o (zoquete) lento en comprender, o freír espárragos o irse al carajo, dichas para alejar a alguien en un santiamén. Ellas perdieron su sentido pugnaz, y con el tiempo hay que inventar malas palabras nuevas.
Según los investigadores de la Universidad de Maastricht, Universidad de Ciencia y Tecnología de Hong Kong, Universidad de Stanford y Universidad de Cambridge, decir palabrotas es signo de sinceridad.
Ellos consideran que las malas palabras son dignas de encomio porque han demostrado que «existe una relación positiva entre las malas palabras y la sinceridad». ¡Coño, qué bien! La sinceridad es un valor parecido en la cultura.
Las malas palabras expresadas con sinceridad funcionan como si fuera un arma arrojadiza usada para liberar nuestra conciencia.
Las malas palabras han ido evolucionando con el tiempo, sobre todo las usada para expresar situaciones escabrosas para el pudor, puesto que son matizadas por los eufemismos.
Consideremos por ejemplo que en la antigüedad se practicaba la coprofagia (comer las heces) como la de los faraones, para alimentarse de divinidad o la de los encumbrados emperadores chinos para deducir si había hecho buena digestión, pero la palabra coprofagia no era una mala palabra por ese entonces. Era una palabra con abolengo. Ariel Arango cita una carta enviada por una condesa al marqués de Sade confesándole que su anciano marido, era un coprófago, es decir que le gustaba comer sus deposiciones a pico de botella (p,49). No sabemos si tan sicalíptico asunto, es cierto o si era una fantasía para alimentar la mente cochambrosa del marqués prisionero en la Bastilla. Solo cabe decir que la realidad supera la fantasía porque Francoise Rabelais en su famosa novela destaca la preferencia de Gargantúa por los “pedos en el gánate”. Algo muy distinto, acaso más comprensible.
Suena diferente cuando uno manda comer «ñinga» a un pelafustán desesperado por vendernos una rifa de 20 dólares para ganarnos una licuadora con los cuatro números del primer premio y el primero del segundo. Allí esa palabra pierde el abolengo y se convierte en palabrota, no solo por su referencia, sino por el tono con que se expresa. Son palabras lacustres, que caen como pedradas en la ceja. Son palabras pendencieras y denigrantes. Como cuando uno dice que ese político «no vale ni ñinga», mientras otros “comebolas” votan por él. Entonces la mala palabra expresa con mucha sinceridad, una crítica al poder.

Cuando Gargantúa trepado en la catedral de Notre Dame, se abrió la bragueta y sacó la méntula ( Rabelais , p 60) no iba a hacer pis como los nobles , ni pipi como los niños, ni iba a orinar como los campesinos. Iba a mear desde la cumbre de la catedral más importante de Francia, y en efecto meó un río que anegó a los parisinos por considerarlos demasiados sumisos al poder. Los lectores de su tiempo debieron sentir un gran alivio riéndose de sí mismos. Si hubiese vivido en los tiempos del emperador Vespasiano, le hubieran cobrado impuestos por mear.
Lo interesante es la hipótesis de que las malas palabras tengan ideología de clase. No es lo mismo mear que hacer pis. Mear que hacer pipi. Mear que orinar. Mear es más grosero y en el caso de Gargantúa, un poder fálico.
Lo curioso es que hay obscenidades sin tener una mala palabra asignada. Político, por ejemplo, no sabemos si es solo para referirse a un imbécil con poder, a un corrupto con respaldo o a un electorado idiota o a un honorable diputado.
Lo cierto es que las malas palabras no aparecieron de la nada. Son una de las más antiguas de la humanidad, nacieron con el lenguaje. El científico Paul Heggarty, del Instituto Max Planck de Antropología Evolutiva en Leipzig (Alemania), nos recuerda que entre la lista de palabras más antiguas esta la lista Swadesh, entre las que se encuentran las palabras más antiguas, usadas para referirse a los senos, a las mujeres y la poca inteligencia de los hombres.
Por eso, debemos elogiar su persistencia, sus muchos matices para permanecer, a través del tiempo, como un indicio de nuestra inercia moral o como instrumento de liberación . No sabemos cuándo se convirtieron en malas palabras, ni cuando dejarán de serlo, pero desde siempre nos han ayudado a expresar con sinceridad nuestras emociones relacionadas con los límites de la sexualidad, la rebeldía, y la libertad.

Bibliografía
Apollinaire, Guillaum ( 1979) El poeta asesinado. Editorial Fontamara. Barcelona, España.
Aristófanes. Lisístrata Ed.bilingue – Aristófanes.pdf
Arango, Ariel (1989) Las malas palabras. Ediciones Martínez Roca. Barcelona, España.
Cabrera Infante, Guillermo ( 1976) Exorcismos de esti(l)o. Seix Barral, Barcelona, España.
Irigoyen, Ramon. Historia del virgo. Editorial TH, Madrid España.
Rabelais , Francoise , ( 1986 )Gargantúa .Ediciones. Hiparión, Madrid, España.
Struve, V.V. Historia de la antigua Grecia. (1979) Akal Editores, Barcelona España.

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