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PECADOS CAPITALES: LA AVARICIA

Por: Mallela Pérez Palomino

 

  La Iglesia Católica, en la cual fui bautizada, caracterizó siete pecados como los pecados capitales. Supongo que ello obedeció a una profunda reflexión y deliberaciones, por parte de quienes determinaron aquellas siete faltas (lujuria, pereza, ira, envidia, avaricia, gula y soberbia).

Este planteamiento fue recientemente actualizado, con otros, como son los siguientes:

  • No provocarás injusticia social
  • No causarás pobreza
  • No contaminarás el medio ambiente
  • No te enriquecerás hasta límites obscenos a expensas del bien común
  • No consumirás drogas.
  • No abandonarás a tus mayores en una residencia.
  • No abofetearás a los niños.

 

La reflexión de lo que sucede a nuestro alrededor me lleva a escribir hoy sobre esta clasificación, no porque esté de acuerdo con ella o comparta en un cien por ciento el concurso de los razonamientos que generaron estos conceptos.

Y voy a basarme en el listado antiguo, ya que siento que, de alguna forma, los enunciados posteriores implican algunos de los pecados capitales básicos anteriores, por ejemplo, no provocarás injusticia social, implicaría en algunos casos soberbia, en otros, avaricia, y en algunos otros, pereza.

Es la observación de nuestro actuar, lo que en esta ocasión me impulsa, y la avaricia como primera protagonista no es producto del capricho o de la casualidad. Es por el simple orden alfabético.

Más allá de los Scrooges que nos encontramos en el diario vivir, o de los personajes parecidos a Rico Mac Pato, que se deleitan contando todo lo que tienen, mientras a otros les falta, se encuentra la autocrítica y el análisis de los actuares en nuestra sociedad.

Tengo amigos que promueven campañas para ayudar a los demás, a sabiendas que al final tendrán que sacar de sus recursos propios para concretar el éxito. Pero los mueve ese sentimiento hermoso del amor, de la solidaridad, de compartir, de ayudar. Y lo hacen con mística y sin esperar nada a cambio.

¿Cuántas veces no nos han pedido la colaboración para alguna obra, y teniendo recursos nos hemos negado incluso diciendo mentiras (ya yo cooperé)? ¿O hemos prorrogado nuestra ayuda, con cualquier pretexto (no tengo efectivo a mano, mañana sin falta)?

¿Cuántos nos damos golpes de pecho porque ayudamos a los semejantes, reenviamos correos con mensajes hermosos sobre la solidaridad, sobre los niños con hambre y muchos temas sociales más, y a la hora de colaborar no nos inmutamos, o lo que es peor, nos escondemos…?

Talvez porque ser «generoso» es muy fácil, mientras no tengamos que tocar nuestra cuenta corriente. Tener generosidad con el patrimonio de los demás o con lo que nos sobra o con lo que ya no nos sirve, ¡eso sí que es cómodo!

Me relatan el caso de alguien que arma recolectas para ayudar a los necesitados hasta que un colaborador le sorprendió tomando parte de lo recolectado. Cuando le inquirió por su falta, el culpable se enojó y dijo que él también tenía necesidad y que algún provecho debería tener de sus acciones.

Su interrogador le preguntó:

-Si no tienes nada que compartir, entonces ¿no es acaso el acto de recolectar tu aporte?-. Su silencio precedió a su ausencia. Nunca más pidió colaboraciones y sería difícil determinar si fue susto, vergüenza u otro sentimiento.

¿Cuántas veces ayudamos con el secreto interés de salir beneficiados a la postre? Cuando damos, nos damos. Es parte de ese agradecimiento que le dan a la vida (los no creyentes) o a Dios (nosotros los creyentes), por todas las cosas positivas con que nos vemos premiados cada día.

La avaricia no sólo toca los temas materiales:  personas mezquinas incluso para dar sus afectos, nuestras muestras de hermandad, nuestros saludos, nuestros abrazos, nuestros besos…

-Te extrañé-pudiera ser una forma de volcar toda la «generosidad» del alma en un reencuentro.

El ser humano tiene la tendencia que cuando tiene, quiere más. Es ese afán de acumular cosas o riquezas, afán que se va tornando desmedido y llega a dominar al individuo. Es compulsión, decimos unos; es más fuerte que yo, admiten otros.

Concluí que tener tantos pares de zapatos, trapos o relojes que no uso, es un pecado. Cosas adquiridas en un momento de capricho cual juguete nuevo. Y en este afán desmedido, incluso creemos egoístamente que podemos acumular simpatías, quereres, conciencias, dignidades.

A veces ayudamos a nuestro semejante en estado de necesidad y vulnerabilidad, pero cuando ese semejante por fin levanta cabeza, nos duele entonces haberle dado la mano: avaricia del alma. Deberíamos sentir la grandiosidad y la contentura de haber contribuido a la solución.

Algunos tienen la suerte de llegar a ocupar posiciones que les permiten llevar la ayuda a las personas, sin mayores esfuerzos. Pero la mayoría de esas personas, lamentablemente, se llenan de ínfulas, de mezquindades, ambiciones, y caen bajo el influjo de la corrupción, negándole a la sociedad las soluciones que le permitirían convertirse en un grupo con mayores expectativas y posibilidades y, con menores riesgos.

Se es avaro cuando teniendo mucho, no compartimos. Pero la avaricia es mucho más aberrante cuando hemos llegado a tener, y no compartimos con los necesitados porque estimamos que ellos deben «joderse» trabajando tal cual hicimos nosotros para surgir. Y

Y es mucho peor cuando, a sabiendas que la responsabilidad institucional es precisamente el desarrollo social, y no cumplimos sus objetivos a cabalidad.

Los funcionarios que se hacen del erario público, cual si fuera su finca personal, y lo que es más deleznable es que tengan pretensiones de seguir repitiendo su estadía para seguir su carrera continuista de corrupción por simple avaricia.

La introspección que debemos hacernos en torno a nuestra actitud con relación a la avaricia es muy posible que nos lleve a mejorar este aspecto y ponerlo en práctica todos los días del año, y evitar ver fantasmas como el espíritu de las Navidades pasadas, presentes y futuras.

La próxima invitada: la envidia.

 

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