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Los recuerdos que nunca se van

Por Arturo Garrido Alexandrópulos

El Reportero del Agro – 24 de noviembre de 2024

 

Hay imágenes que despiertan la nostalgia y nos transportan a tiempos donde la vida parecía más simple, más auténtica. Nací en 1957 en la ciudad de Panamá, un lugar que en aquel entonces combinaba lo urbano y lo rural, lleno de oportunidades para quienes sabían aprovecharlas. Mi infancia, como la de muchos de mi generación, estuvo marcada por juegos en las calles, bicicletas, y amistades que se forjaban con risas y complicidad. Esta imagen me recuerda aquellos días en los que el mundo era nuestro patio de juegos y la imaginación no conocía límites.

Crecí en un Panamá que estaba en pleno cambio, pero que aún conservaba su esencia de barrio. Tuve la fortuna de pasar parte de mi infancia en una finca avícola llamada PANACA. Ese lugar no solo albergaba gallinas y caballos, sino también los sueños de un niño que veía en esos terrenos un mundo infinito de aventuras. Fue allí donde aprendí el valor del trabajo y disfruté de la magia de montar a caballo. Con ellos recorrí lugares como Villa Cáceres, Mata Redonda (hoy conocido como Mocambo), Pueblo Nuevo, Betania y El Ingenio. Sin embargo, el tiempo y el progreso hicieron lo suyo, y aquella finca avícola que tanto marcó mi niñez fue urbanizada. Hoy, donde antes corrían caballos y resonaban los sonidos de la vida rural, se levanta un área residencial conocida como PANACASA. Es un recordatorio de cómo las cosas cambian, pero los recuerdos permanecen.

En mi adolescencia, el mundo comenzó a abrirse de formas inesperadas. Me gradué de secundaria en 1974, justo en la época en que la música era el lenguaje universal de la juventud. Tuve el privilegio de presenciar las presentaciones de artistas legendarios como la Fania All-Stars y Santana, quienes marcaron a toda una generación con su talento. Esos conciertos no solo eran espectáculos musicales; eran manifestaciones de identidad cultural y rebeldía juvenil.

Viviendo en la ciudad de Panamá, fui testigo de su crecimiento y evolución. Cada barrio tenía su historia y personalidad, y yo encontré mi lugar en medio de esa diversidad. Mis recuerdos están impregnados del bullicio de las calles, del olor del pan fresco en las panaderías de barrio, y del sonido de los carritos de raspados que anunciaban su llegada con campanas.

El pasado nunca se va. Vive en esas memorias, escondido entre la música que escuchamos, las calles que recorrimos, los sueños que tuvimos y las vidas que compartimos. Mirando atrás, sé que cada experiencia, desde las aventuras en PANACA hasta los conciertos en vivo, me formaron y me dieron un sentido de pertenencia. Porque, al final, somos la suma de nuestros recuerdos, y el pasado, lejos de desaparecer, es el reflejo de lo que somos hoy.

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