(tomado del NYT)
El asalto a la capital de Brasil no logró derrocar al gobierno electo. Pero un análisis del ataque revela cómo el extremismo amenaza a la democracia más grande de América Latina.
Jack Nicas, corresponsal del Times en Brasil, reporteó desde Brasilia. Simon Romero fue corresponsal en Brasil de 2011 a 2017.
Mientras el autobús se dirigía desde el corazón agrícola de Brasil a la capital, Andrea Barth sacó su teléfono para preguntar a sus compañeros de viaje, uno por uno, qué pensaban hacer cuando llegaran.
“Derrocar a los ladrones”, respondió un hombre.
“Sacar al ‘Nueve Dedos’“, dijo otro, en referencia al presidente de izquierda de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, quien hace décadas perdió parte de un dedo en un accidente de trabajo sucedido en una fábrica.
Mientras los pasajeros describían sus planes de violencia, más de cien autobuses llenos de simpatizantes de Jair Bolsonaro, el expresidente de extrema derecha, también descendían en Brasilia, la capital.
Un día después, el 8 de enero, una turba pro-Bolsonaro desató un caos que conmocionó al país y que dio la vuelta al mundo. Los agitadores invadieron y saquearon el Congreso, el Supremo Tribunal Federal y el palacio de gobierno del país, con la intención, según muchos de ellos, de incitar a los líderes militares a derrocar a Lula, quien había asumido el cargo una semana antes.
El ataque caótico tuvo un parecido inquietante con el asalto al Capitolio de Estados Unidos el 6 de enero de 2021: cientos de manifestantes de derecha, alegando que una elección estuvo amañada, entraron a los pasillos del poder.
Ambos episodios impactaron a dos de las democracias más grandes del mundo, y casi dos años después del ataque de Estados Unidos, el asalto del domingo de hace un par de semanas mostró que el extremismo de extrema derecha, inspirado por líderes antidemocráticos e impulsado por teorías de la conspiración, sigue siendo una grave amenaza.
Lula y las autoridades judiciales actuaron con rapidez para recuperar el control y detuvieron a más de 1150 alborotadores, desalojaron los campamentos donde se refugiaron, buscaron a sus financiadores y organizadores y, el viernes de la semana pasada, abrieron una investigación sobre cómo Bolsonaro pudo haberlos inspirado.
The New York Times habló con las autoridades, servidores públicos, testigos y participantes en las protestas y revisó decenas de videos y cientos de publicaciones en las redes sociales para reconstruir lo sucedido. El resultado de la investigación muestra que una turba superó con rapidez y sin esfuerzo a la policía.
También muestra que algunos agentes de la policía no solo no actuaron contra los alborotadores, sino que parecían simpatizar con ellos, ya que se dedicaron a tomar fotos mientras la turba destruía el Congreso. Un hombre que fue a ver qué estaba pasando dijo que la policía simplemente le indicó que se dirigiera a los disturbios.
El desequilibrio entre los manifestantes y la policía sigue siendo uno de los puntos centrales de la investigación de las autoridades y las entrevistas con los agentes de seguridad han generado acusaciones de negligencia grave e incluso de complicidad activa en el caos. Tras los disturbios, las autoridades federales suspendieron al gobernador responsable de la protección de los edificios públicos y detuvieron a dos altos funcionarios de seguridad que trabajaban para él.
Los disturbios en el corazón de la capital de Brasil han puesto al país en la que quizás sea su coyuntura política más desafiante desde que un liderazgo civil remplazara a una dictadura militar que comenzó en 1985 y se prolongó por 21 años.
Brasil había resistido escándalos de corrupción y protestas masivas, elecciones tensas y crisis económicas, presidentes acusados y encarcelados. Pero con los negacionistas de las elecciones, inspirados en sus homólogos en Estados Unidos, el ataque reveló cuán vulnerable es la democracia de Brasil.
Muchos de los que llevaron a cabo el asalto a las instituciones democráticas de Brasil conspiraron a plena luz del día y anunciaron sus planes en las redes sociales. Pero no fueron escuchadas las advertencias que dieron los funcionarios de inteligencia.
Y a medida que los investigadores federales siguen los rastros de dinero en Brasil, queda claro que las élites empresariales y los aliados de Bolsonaro fueron cruciales para financiar las protestas que al final se tornaron violentas.
Sin embargo, el mayor desafío de Brasil podría ser que una parte considerable del país ha perdido la fe en la democracia, a pesar de que no hay evidencia creíble de fraude electoral.
Mientras las instituciones brasileñas formaban un frente unido contra cualquier intento de Bolsonaro de impugnar los resultados de las elecciones —el expresidente se autoexilió en una casa rentada cerca de Disney World—, sus falsas afirmaciones sobre el fraude electoral se han enconado y extendido por la nación más grande de América Latina.
La mañana siguiente a los disturbios, las entrevistas con una docena de manifestantes mostraron que estaban lejos de darse por vencidos e incluso estaban superando al hombre que una vez los había liderado.
“Ya no estamos aquí por el presidente Bolsonaro. Estamos aquí por nuestra nación, nuestra libertad”, dijo Nathanael S. Viera, de 51 años, quien condujo unos 1450 kilómetros para enfrentar a lo que dijo era un complot comunista. “Nos están robando nuestro futuro. ¿Entiendes?”.
‘No parecía serio’
El día de Año Nuevo, Lula subió la rampa de entrada a las oficinas presidenciales de Brasil y aceptó la banda presidencial verde y amarilla de manos de una mujer que recolecta basura para reciclar. Bolsonaro ya se había marchado a Florida.
Días después, en los rincones pro-Bolsonaro de internet —en tuits, videos de TikTok, canales de Telegram y grupos de WhatsApp— se convocó a una enorme manifestación dominical en la capital, justo donde los simpatizantes de Lula habían celebrado una semana antes.
Algunos panfletos digitales prometían una fiesta, mientras que otros pedían algo mucho más serio. Hubo mensajes que exigían el bloqueo de carreteras y refinerías de petróleo, y otros que apuntaron al corazón del gobierno.
“El plan es rodear Brasilia”, escribió una persona en un grupo de Telegram y adjuntó una imagen aérea del Congreso, del Supremo Tribunal y del Palacio de Planalto, sede de la presidencia.
“Necesitamos periodistas de todo el mundo para que informen de este momento”, respondió otra persona, “para que quede marcado en la historia de Brasil”.
Sin embargo, parecía que los planes no alarmaron a las autoridades.
Ricardo Cappelli, viceministro de Justicia de Brasil, dijo que las manifestaciones a favor de Bolsonaro habían tenido un tono conspirativo durante mucho tiempo, pero que en general no habían sido violentas. “No parecía serio”, dijo, “y no era lo suficientemente grande como para ser tomado en serio”.
El lugar previsto para la protesta —la explanada cubierta de hierba de un kilómetro de largo que se extiende hasta el Congreso de Brasil– siempre ha sido el lugar elegido por los brasileños para desahogar su frustración y en ocasiones ha congregado a cientos de miles de personas.
Aunque la explanada está flanqueada por los edificios gubernamentales más importantes, otra entidad se encarga desde hace tiempo de la seguridad de las manifestaciones: el gobierno distrital que es responsable de Brasilia.
Sin embargo, al día siguiente de la inauguración, hubo un cambio abrupto en el aparato de seguridad del distrito. El 2 de enero, el jefe de seguridad del distrito fue remplazado por Anderson Torres, exministro de Justicia de Bolsonaro y una de las principales figuras detrás de las afirmaciones infundadas de que los sistemas de votación electrónica de Brasil están plagados de fraude. (Los análisis no hallaron evidencia de fraude, y las auditorías del sistema electoral realizadas por expertos independientes en seguridad concluyeron que el sistema es seguro).
Torres sustituyó con rapidez a gran parte del personal de alto rango de su departamento.
El 6 de enero, el distrito celebró una reunión de la que salió un plan de cuatro páginas que asignaba gran parte de la responsabilidad de la seguridad a la policía del distrito, según una copia obtenida por el Times. De acuerdo con el plan, la policía detendría a los manifestantes antes de que llegaran al Congreso y estudiaría la posibilidad de cerrar la explanada.
Flávio Dino, nuevo ministro de Justicia de Brasil, declaró que, al día siguiente, el gobernador distrital, Ibaneis Rocha, le dijo que la explanada se mantendría cerrada. Luego, poco antes de la protesta, Dino se enteró por un artículo de prensa de que, de hecho, Rocha había decidido abrirla a los manifestantes.
Rocha ha dicho que el número de efectivos era responsabilidad de Torres.
El sábado, Torres se encontraba en Florida para iniciar unas vacaciones de dos semanas.
‘Una protesta totalmente pacífica’
El domingo por la mañana, el ambiente en las vastas avenidas de Brasilia era de una calma inquietante.
Ana Priscila Azevedo, de 38 años, aspirante a influente de derecha en internet, había estado publicando un video tras otro en el momento previo al asalto. En uno de ellos, decía que los simpatizantes de Bolsonaro planeaban cerrar al menos ocho refinerías en todo el país para bloquear el suministro de gasolina.
El domingo por la mañana ya estaba en la explanada. A las 11:20 a. m., publicó un video en el que aseguraba a sus seguidores que el escenario estaba preparado para uno de los momentos más importantes de su vida. Acababa de hablar con dos policías, dijo, y “están completamente de nuestro lado”.
Los seguidores de Bolsonaro comenzaron a llegar masivamente a la explanada. A medida que aumentaba su número, se volvían más beligerantes y coreaban al unísono: “¡Moriremos por Brasil!”.
A primera hora de la tarde, los manifestantes estaban llegando al tramo final de la explanada y al comienzo del patio delantero del Congreso, el perímetro que se suponía que debía proteger la policía. Dos hileras de vallas metálicas temporales, de unos 180 metros de ancho, marcaban la barrera. En las dos calles que flanquean el patio delantero había barricadas móviles. Dispersos a lo largo de la línea del frente había solo unas decenas de agentes de policía.
Los edificios modernistas que estaban custodiando estaban vacíos en buena medida, pues el Congreso estaba cerrado y Lula visitaba São Paulo. Pero a las 2:30 p. m., una multitud se estaba reuniendo afuera.
“La gente sigue llegando”, dijo Bruno Gomides, excandidato a representante estatal, en una transmisión en vivo de Facebook. “Veamos qué sale de esto”. El ambiente era relativamente tranquilo.
Entonces, a las 2:42 p. m., un oleaje de manifestantes llegó a una de las barricadas. Un grupo de manifestantes tiró de la valla metálica, mientras otro grupo se abría paso a través de la barricada. Algunos policías rociaron un agente químico, pero la resistencia fue mínima.
En cuestión de segundos, la línea de seguridad había caído. La invasión había comenzado.