Por: Pedro Luis Prados S.
Desde sus orígenes en el mundo griego el deporte fue concebido como una forma de ejercitar el cuerpo y fortalecer el alma. Mente sana en cuerpo sano rezaba la justificación que daba el mundo aqueo a las Olimpiadas y era la motivación de que jóvenes y viejos acudieran a divertirse en las lides deportivas, apostaran a sus atletas y hasta crearan partidos de preferencias. Al igual que las temporadas florales —en que habitantes de lejanas ciudades acudían a Atenas para deleitarse con las obras de sus dramaturgos favoritos, llorar con la tragedia de sus personajes o divertirse con las sátiras de sus comediógrafos—, el deporte constituyó el eje de la vida social de las sociedades del Peloponeso.Ese vínculo entre la salud del cuerpo y la salud del alma llevaba impreso en su naturaleza la existencia de normativas en el desempeño de la disciplina, pero sobre todo normativas éticas de los participantes y de los espectadores, lo cual ha sido a lo largo de la historia el principio de la vida deportiva y ha garantizado su pervivencia y autonomía a lo largo de los siglos. La lucha por preservar ese carácter ético de la vida deportiva es el motivo de la existencia de organismos con exigentes reglas de participación, rigurosa supervisión de los eventos y sanciones ejemplares a los infractores, pero sobre todo motivo de autoestima, dignidad colectiva y orgullo nacional cuando los triunfos se obtienen en buena lid, sin subterfugios ni amañadas decisiones. De igual forma la derrota adquiere dimensiones de grandeza colectiva cuando se acepta la superioridad del contrincante sin epítetos ni resentimientos. Por eso que “el espíritu deportivo” constituye una de las principales virtudes democráticas en las sociedades maduras para la avenencia racional ante las opiniones en conflicto y es parte de su vida cultural.
El deporte es pasión, entusiasmo y hasta fanatismo, pero sobre todo es un juego en donde se ponen al descubierto destrezas y habilidades logradas con disciplina, entrenamiento y voluntad. Más allá de eso es ver en ese entretenimiento lúdico motivos sociales, políticos o económicos que no tiene, o por lo menos no debería tener. Es asumir la propiedad de una entidad que surge, se dinamiza y participa precisamente por la libertad que tienen sus integrantes de poder hacerlo. La adscripción a un atleta o equipo es una motivación muy personal e íntima generada por la empatía o por la pertenencia a una entidad con la cual se logra plena identificación; no es un símbolo colectivo, no es fundamento de identidad ni criterio irremplazable de integración social. Asumir ese tipo de identificaciones no constituye lealtad y ni siquiera simpatía, expresa simplemente ignorancia.
El juego de fútbol en el día de ayer, en el cual el onceno nacional desplegó sus mejores esfuerzos, defendió con hidalguía su posición entre los finalistas y concitó a los miles de simpatizantes que acudieron al Estadio Rommel Fernández en busca de la satisfacción de sus expectativas, permitió que la “Sele”, como comúnmente la distingue los medios y los fanáticos, exhibiera con éxito el fruto de sus esfuerzos. Lo deplorable y que en verdad empaña la lúcida presentación y la bien lograda concurrencia del público, luego de 20 meses de férreas medidas sanitarias, fue la irresponsable y absurda acción de algunos concurrentes de lanzarse a la cancha para lograr que el equipo local ganará tiempo, quitando con ello el mérito intrínseco del esfuerzo que hacen los jugadores, pero sobre todo poniendo en las pantallas de televisión del hemisferio la poca probidad del espectador panameño. Emulando la deplorable práctica de una buena señora que en las jornadas de hace dos años hizo algo similar con el mismo propósito —y que los medios de comunicación exaltaron, los políticos aplaudieron y las comentaristas justificaron ( creó la premiaron con un pasaje a Moscú)—estos jóvenes hicieron gala de su inmadurez sin siquiera percatarse que en eventos como éste “el mundo nos mira.”
En su inmadurez (no lo puedo calificar de otra forma) parecen no ser conscientes de la larga cadena de desprestigio que arrastra el país desde hace décadas, que el nombre “Panamá” —desde en el escándalo del Canal Francés, es un neologismo usado en la mayoría de las lenguas europeas como sinónimo de trampa, fraude y corrupción—; que en lugar de empeñarnos en mejorar nuestra imagen internacional nos sumimos cada día más en el cieno de la iniquidad; que el sitial ocupado en las noticias internacionales no es para exaltar nuestra laboriosidad, honradez o productividad, sino para enrostrarnos la corrupción que permea todas las capas de la sociedad; que la comodidad y la complaciente tranquilidad de vivir de un bono o un subsidio tiene como contraparte la humillación reprimida del compatriota que muestra su pasaporte o trata de hacer una transacción bancaria en otro país; que ese salto olímpico a la cancha de juego, que celebran como inocentada, acompaña otras escenas que transmiten las cadenas internacionales de nuestros políticos haciendo gala de su propensión al ridículo.
Tal vez sea muy tarde e imposible reparar el daño de los sobornos pagados por Odebrecht y que ha puesto en jaque a la Banca Internacional; el embrollo provocado por los Panamá Papers y que ahora abonan con nuevos elementos los Pandora Paper; que los escándalos de coimas en que se han comprometido sucesivos gobiernos; los casos de latrocinio, soborno y sobrecostos en espera en los tribunales y muchos otros hechos que nutren de carroña los medios noticiosos internacionales deben ser suficientes para que escenas como éstas sean sancionadas como los actos vandálicos que son y no como una jugarreta simple de un fanático. Solo para que no terminemos muriendo de vergüenza.
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