Estados Unidos, a diferencia de China o Rusia, no se alegra del desarrollo y la unidad de la región, sino todo lo contrario.
Esa cumbre alertó a Occidente y, muy en especial, a Estados Unidos, que históricamente ha considerado la región como un ‘patio trasero’ que ha dominado gracias a su fragmentación. Por ello, Estados Unidos, a diferencia de China o Rusia, no se alegra del desarrollo y la unidad de la región, sino todo lo contrario.
Laura Richardson, Jefa del Comando Sur y quien expresa abiertamente, la posición de control norteamericano de la Región.
He ahí las declaraciones de Laura Richardson, jefa del Comando Sur, en el Atlantic Council, un think tank satélite de la OTAN: «queda mucho por hacer… tenemos que empezar nuestro juego». Un juego que, en palabras de Richardson, pone en disputa las reservas de petróleo más grandes, oro, cobre o el 31 % del agua dulce del planeta. Casi nada. Todo un botín al que los norteamericanos no están dispuestos a renunciar y si para ello tienen que «jugar», jugarán. He ahí Kissinger, el titiritero de Pinochet y compañía, el cual, por cierto, pertenece al mencionado think tank. Casualidades.
Como casual debe considerarse que la premisa norteamericana haya pasado siempre por mantener lo más dividida posible a Latinoamérica y el Caribe para poder aprovecharse de la región lo más posible.
Como casual debe considerarse que la premisa norteamericana haya pasado siempre por mantener lo más dividida posible a Latinoamérica y el Caribe para poder aprovecharse de la región lo más posible. Ya saben: petróleo, oro, cobre o cualquier otro recurso valioso. Por ello, la creciente unidad y, sobre todo, los cimientos izquierdistas en los que se asienta generan una enorme inquietud: el juego se puede perder. Y no son palabras vacías, pues la historia deja clara evidencia de lo señalado.
EE.UU. saboteó el primer gran intento de unidad
Después de décadas de dominio norteamericano de la región, en primer lugar, mediante salvajes dictaduras y, en segundo lugar, gracias a la moda neoliberal, a finales de los años 1990, América Latina, de tan famélica que la dejaron, comenzó a escurrirse: en 1998, Hugo Chávez ganó las elecciones en Venezuela; en el año 2002, Lula lo consiguió en Brasil; y un año después, en el 2003, los Kirchner llegaron al poder en Argentina. América Latina se revolucionó.
De la noche a la mañana, al menos en términos históricos, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Brasil, Argentina, Uruguay, El Salvador o Paraguay implementaron políticas más o menos progresistas, cuestionaron los pilares del neoliberalismo, detuvieron e invirtieron la demolición del Estado, aplicaron políticas sociales y cuestionaron el pago de la deuda. Solo algo podía empeorar el escenario para Estados Unidos: que se unieran. Y ello fue lo que los líderes progresistas latinoamericanos comenzaron a hacer.
Fue en ese momento cuando los norteamericanos aplicaron su habitual «juego» —sucio— para sabotear la unidad latinoamericana. Así, crearon el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA) con intención de galvanizar el creciente espíritu panamericano y, cuando fracasaron, dinamitaron la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), Mercosur —promovido por Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay— y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) con la creación de la Alianza del Pacífico (AP), una asociación neoliberal entre Chile, México, Perú y Colombia; y, además, aumentaron la presión en los países ‘sublevados’ con alianzas con las élites locales y, en general, con cualquiera que le sirviera de oposición. Fue todo un éxito.
América Latina, ante una nueva oportunidad
A pesar del último triunfo norteamericano, en los últimos años se ha abierto una nueva oportunidad y el nuevo intento de unidad está impulsado por el auge de la izquierda en la región: Brasil, Argentina, Chile, Colombia, México, Venezuela… Tal es la situación que la reunión de la Celac, antaño saboteada, contó por primera vez con todos sus integrantes (33), entre los que no se incluyen Estados Unidos y Canadá.
Solo algo podía empeorar el escenario para Estados Unidos: que se unieran. Y ello fue lo que los líderes progresistas latinoamericanos comenzaron a hacer. Fue en ese momento cuando los norteamericanos aplicaron su habitual «juego» —sucio— para sabotear la unidad latinoamericana.
Y no es casualidad, porque el éxito norteamericano, como suele ocurrir en estos casos, no ha sido el de la región latinoamericana, la cual, según la Comisión Económica para América Latina (Cepal), solo crecerá un 1,3 % este año 2023. Una tasa muy baja que, unida a los altos niveles de desigualdad, pobreza y violencia de la región, la abocan al desastre de no mediar cambio. No obstante, se trata de la región más desigual y violenta del mundo. Una situación que no cambiará, como no ha cambiado en las últimas décadas, mientras América Latina continúe fragmentada, máxime cuando nos encontramos en un mundo de bloques en confrontación. Es por ello que la revolución bulle en la región y que, con ella, existe una nueva oportunidad de alcanzar la independencia real en un mundo multipolar cada día menos globalizado y con más tendencia a la fragmentación.
En este complicado y abierto contexto, una América Latina fuerte podría dejar de ser un gran suministrador de materias primas, a cambio de casi nada. Es ahí donde entran los intereses de las grandes potencias, ya que la más interesada en perpetuar la fragmentación, la desigualdad, la pobreza o la violencia regional es Estados Unidos. Una potencia que considera a América Latina, como ya ha quedado comprobado, no solo su patio trasero, sino un área de seguridad nacional.
Sin embargo, conseguir la unidad en América Latina, siempre y cuando esta no se produzca bajo el tutelaje y el control norteamericano, como en Europa, no será sencillo y requerirá de mucho más que reuniones y buenas intenciones, ya que las habituales y tétricas tácticas norteamericanas harán cuanto esté en su poder para sabotear el intento: he ahí los golpes o las intentonas golpistas en Venezuela, Bolivia, Brasil o Perú; las operaciones judiciales contra Lula; o los intentos de asesinato de Cristina Kirchner o Francia Márquez. Es un juego a vida o muerte, a independencia o sumisión, a desarrollo o expolio. Un juego que no ha terminado y en el que América Latina y el Caribe se lo juegan todo.
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