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Carta a Dora Alexandra, nacida como el Libertador, un 24 de julio.

Por Julio Yao 

 

Quiero enviarte mis pensamientos para que vuelen a ti y a todos los hijos de Colombia en este día.

Estoy solo en mi palacete de veraneras, pinos y bambú, trabajando para la patria grande y la patria chica, olvidándome un poco de mí mismo. Sin mis fracasos, caídas (aún me molesta la muñeca rota), sobresaltos y angustias, no podríamos valorar lo que nos da satisfacción, energía para seguir adelante, valor para afrontar el peligro, tenacidad para continuar, dignidad para seguir luchando y evitar a todo trance los dolores del alma, ya que sus fracturas duelen más que las del cuerpo.

Las miles de garzas que pasan diariamente frente a mi bohío y que te causaron un éxtasis poético, como un regalo divino en cada amanecer y en cada declinar del día, me dan una lección de constancia, aliento y esperanza.

Ellas, como desprendidas de algún jardín cósmico, ahora no siguen únicamente el curso del río. Ellas vuelan muy cerca de mi corazón: sobrevuelan y rozan, casi besando, mi rancho, construido con ternura palmo a palmo; mi rancho, tejido con pencas de palma real, que dan tanto abrigo a mi soledad como alas a la poesía.

Me siento como aquel niño desnudo y hambriento, abandonado en medio de la llanura que quiere devorarlo.

El niño está solo, y su corazón vuela como una golondrina hacia una noche despiadada. El viento se posa sobre la dulce cabeza del infante, que sueña con trapiches y cocadas, pero ahora verdaderos enjambres de alas descienden sobre mi humanidad estremecida, como una larga cabellera blanca, como una caricia aterciopelada, con la suavidad y ternura que sólo aves tan delicadas pueden regalar, como si fueran la mano extendida de un gran dios.

No puedo quedarme con esa bendición para mi disfrute egoísta y, por eso, desgajo, descuelgo delicadamente un retazo, un girón, de esta blanquísima serpiente, de esta bandera y manto sagrado, y se los envío raudo a través de nubes, cordilleras y mares, a todos los habitantes de este planeta; a los campesinos e indígenas de mi patria y del mundo que lloran la desaparición de sus aguas, animalitos y bosques.

Especialmente, envío este pañuelo blanco, empapado de mis lágrimas, a todos a quienes quiero, no importa dónde estén. Y lo envío para que, al igual que a mí, las garzas brinden consuelo a sus espíritus, luz a quienes caminan en la oscuridad y perdón a quienes alguna vez hirieron nuestros corazones.

Sobre todo, a ti, Dora Alexandra, delicada poeta y exquisita declamadora, que descendiste a esta tierra un 24 de julio como Simón Bolívar, con un pie en las estrellas y el otro hundido en el barro. Porque le has cantado al amor; has fustigado a los soberbios; has defendido a los humildes; has lavado los pies de los descalzos y construyes con tus manos las viviendas de quienes no tienen techo; has repartido belleza y arte; has enarbolado la bandera panameña en todos los escenarios, echando a volar los sueños de nuestros Libertadores.

Y, especialmente a ti, Dora Alexandra, porque quien alguna vez fue la mejor declamadora de América Latina, la ruso-argentina Berta Singerman, luego de verte y escucharte declamar, exclamó: ‘¡Ya puedo morir en paz!’.

Las garzas se esfuman tras la última curva del río, pero retornarán, como mis esperanzas, al amanecer.

 

(Las Cumbres, Panamá, 24 de julio de 2014)

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