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No era mi turno.

(Narrativa corta).

Por Ramiro Guerra M.      

Así quedó el Bus de la Chorera donde perecieron 38 de sus ocupantes en el puente de Las Américas y del que el autor de este escrito se salvó por designios de Dios.

Inicio de los setenta del siglo XX. Recién llegamos a Chorrera mi hermano Anselmo y yo. Mi madre y Venerando, mi papá, habitaban en el barrio de Matuna.

Un cuartito pequeño. Lo importante, en esos 3 metros al cuadrado vivíamos todos. Cama no había. Piso rajado con un cartón de colchón.

Yo en la mañana salía muy temprano para viajar a la capital a buscar trabajo. A veces me acompañaba Anselmo.  Silvio era un ingeniero lustrador de calzado, un niño de primaria. Soy testigo de su esfuerzo.

Por la tarde, a veces entrada la noche, él llegaba y le entregaba el producto de su trabajo a mi mamá. Esa noche no fallaba el arroz ‘a caballo’ con un huevito encima. Hoy hasta eso es un lujo.

Mi mamá se fajaba como trabajadora doméstica por unos miserables riales.

En una mañana de esas salí temprano. Al llegar a la piquera ya había partido un bus de esa ruta. Tuve que agarrar el bus que le seguía en lista.

Un dolor que no hay manera de traducirlo en el lenguaje, se siente. El acceso al puente de Las Américas estaba cerrado.

Muchas unidades de la guardia nacional y ambulancias. El bus que partió delante de nosotros, se había precipitado abajo del puente.

Cuando regresé a la Chorrera, un hermano mayor me dice, allí está mi mamá, no ha parado de orar por ti.

Desde entonces tengo para mí que la oración de una madre tiene poder

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