Allí estaba yo, en ese muelle viejo. Miraba alrededor; muchos en disposición de abordar una barcaza y grande, igual de viejo. Mi indecisión era grande; qué hacía allí. Sudaba , no sabía con certeza la razón. La verdad que no sabía a donde deseaba ir; miraba hacia afuera del puerto y me preguntaba, que carajo me hizo este pueblo que me vió nacer; qué dilema, irme o quedarme. No quería quedarme pero me aterraba el que sería de mi, partir hacia lo desconocido donde seguramente me verían como un extraño. Un agudo ruido salido de un pito de algún marino, señal, que la barcaza que asemejaba a la Pinta, la Santamaría y la Niña, se disponía partir; la gente tumultuosa comenzaron abordar.
Y allí seguía parado, como petrificado; sentimiento de miedo y escape a algo que no lograba descifrar. Otra vez el marinero corneta en labios, dispara el sonido de un ahora o nunca; sentí como que alguién me empujó ; miré hacia atrás y no vi a nadie. Una fuerza misteriosa me jalaba hacia el abordaje. Finalmente sin darme cuenta, me encontraba en cubierta. Una señora con ojos de lechuza, me miraba intensamente; sonreía.
Por alguna razón, me vino a la memoria la historia o leyenda de el tren que recogía pasajeros en cuanto estación había para transportarlos, a un adiós para siempre.