Por: Oscar Lomba Álvarez
La humanidad se encuentra en una encrucijada histórica marcada por crisis de alcance planetario cuya escala, complejidad y velocidad superan la capacidad de respuesta de los sistemas políticos tradicionales. Desde el cambio climático hasta la proliferación de conflictos armados, pasando por las crisis migratorias, el agotamiento de los recursos naturales, el auge de los neofascismos y la concentración del poder en manos de corporaciones transnacionales, la realidad contemporánea evidencia que los desafíos globales han desbordado las estructuras estatales y multilaterales existentes. Las herramientas con las que contamos para gestionar estos problemas resultan, a todas luces, insuficientes. La solución a estos fenómenos no puede venir de enfoques fragmentarios ni de acciones aisladas, sino de una transformación estructural que redefina las bases de la gobernanza global y articule un marco jurídico, político y social que trascienda las fronteras nacionales. En este contexto, la creación de instituciones supranacionales con poder real, legitimidad democrática y capacidad vinculante se perfila como una condición imprescindible para enfrentar los retos del siglo XXI.
El cambio climático es, quizá, el ejemplo más evidente de una crisis que exige una respuesta planetaria. La acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera, producto de siglos de industrialización sin control, ha desencadenado una serie de fenómenos catastróficos, como el aumento del nivel del mar, la desertificación de vastas regiones y la intensificación de eventos meteorológicos extremos. Estos efectos no respetan fronteras y afectan de manera desproporcionada a los países del Sur Global, que son los menos responsables de las emisiones históricas. Sin embargo, las medidas adoptadas hasta ahora, como los acuerdos internacionales sobre reducción de emisiones, han sido insuficientes debido a la falta de voluntad política, el predominio de intereses económicos y la ausencia de mecanismos coercitivos que obliguen a los Estados y a las corporaciones a cumplir con sus compromisos. En este sentido, la propuesta de Luigi Ferrajoli de una Constitución de la Tierra resulta fundamental. Este marco normativo supranacional no solo protegería los derechos fundamentales de las personas y de las generaciones futuras, sino que también establecería obligaciones vinculantes para todos los actores, asegurando que la sostenibilidad ecológica sea un principio rector de las políticas globales.
El agotamiento de los recursos naturales y el pico del petróleo son problemas interrelacionados que agravan la crisis ecológica. La extracción masiva de combustibles fósiles, minerales y agua está llevando al colapso de ecosistemas enteros y provocando conflictos geopolíticos por el control de estos recursos. El agua, en particular, se ha convertido en un bien estratégico que alimenta tensiones entre naciones y regiones. En lugares como Oriente Medio, el acceso al agua es un factor determinante en conflictos que ya de por sí son complejos. Este escenario pone de manifiesto la necesidad de una gestión global de los recursos comunes, basada en principios de equidad y sostenibilidad. Una gobernanza planetaria que regule el uso de estos bienes y garantice su distribución justa es esencial para evitar que las luchas por los recursos se traduzcan en guerras y desplazamientos masivos.
Las crisis migratorias son otro fenómeno de alcance global que exige una respuesta coordinada. Según datos de la ONU, decenas de millones de personas se ven obligadas a abandonar sus hogares cada año debido a conflictos, desastres naturales y condiciones económicas extremas. El cambio climático está intensificando este fenómeno, ya que la desertificación, las inundaciones y la pérdida de tierras habitables están forzando a
comunidades enteras a migrar. Sin embargo, las políticas migratorias adoptadas por muchos países, especialmente en el Norte Global, están basadas en el cierre de fronteras, la militarización y la criminalización de los migrantes. Este enfoque no solo es inhumano, sino también insostenible. Los flujos migratorios son una consecuencia inevitable de las desigualdades globales y de la crisis ecológica, y su gestión requiere una estrategia global que combine la protección de los derechos humanos con políticas de desarrollo sostenible en los países de origen.
(continúa)
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