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Soliloquio

Ramiro Guerra Morales

 

Muy temprano, sentado en un sillón, miraba a través de las ventanas de vidrio del balcón del apartamento hacia la avenida Santa Elena, como buscando respuestas a interrogantes relativas a mi Panamá de hoy. Tenía como interlocutor a mi mismo. Todo un soliloquio.

Décadas perdidas en cosas subalternas y baladíes. Siempre más de lo mismo. Los mismos temas, como si el tiempo para los panameños se hubiera detenido. Como si las manecillas del reloj del «ser nacional», se quedó en la estación de «no me importa». Talvez, me decía, será que no hemos podido superar esa cultura o aberración, siempre esperando un mesías que resuelva (mesianismo).

«Mal de muchos, consuelo de tontos», eso que en otros países ocurre lo mismo que en mi patria. No lo acepto.

Omitimos decir las cosas por su nombre. ¡Al Estado y al pueblo, los han saqueado! Miles de millones de todos los panameños han ido a parar a los bolsillos y cuentas de bancos de maleantes y forajidos disfrazados de políticos y empresarios.

Nosotros, adormecidos por hábitos paternalistas y asistencialistas que inmovilizan. Gente de los que uno llama «los de arriba», que nos tratan como ignorantes y bobos. Hacen de sus promesas baratillos de esperanzas. Mercaderes y traficantes de la dignidad humana.

Como «carneros de Panurgo», nos llevan a diario al matadero y aún así, eso que Ronald Dorkin, denomina «ciudadanía deliberativa», ausente casi totalmente.

Lo he denunciado, todo esto ha sido deliberado. Sin darnos cuenta, muy sutilmente nuestra libertad de pensar y criticar ha sido secuestrada. Repetimos lo que quieren que digamos y hacemos lo que quieren que hagamos. La mentira y la falta de transparencia han pasado al terreno de lo real.

El cinismo hoy es la nota sobresaliente. Se dice y habla lo que no se siente.

El diálogo conmigo, parece no tener punto de llegada. Pensaba en mis hijos , hijas y nietos; qué país le estamos dejando? El del «Panamá juega vivo», si paga; que «ser pobre es parte de la naturaleza»; «mejor robar que estudiar»? Eso que denomino la herencia perniciosa y perversa; la de la enajenación de nuestro ser. Pero como siempre escribo y digo, las cadenas no duran para siempre.

Absorto en mis pensamientos, como venida oportuna, escucho la voz de mi jefa, quien acabada de levantar me pregunta, qué haces gordo? La miro y sonrío.

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