Más28 mil niños han muerto en Gaza, como consecuencia de los bombardeos israelitas.
Las cifras son devastadoras y cuesta imaginarla: es como si una ciudad entera de niños hubiera desaparecido de la noche a la mañana. Detrás de esos números había nombres, juegos, risas, futuros. Ninguna estadística puede llenar el vacío qué deja esas Vidas arrebatadas antes siquiera comenzar.
El lenguaje del genocidio intenta disfrazar la barbarie con expresiones técnicas como: “operaciones militares”, “daños colaterales”, “seguridad nacional”. Pero lo que ocurre en Gaza, no es abstracto: son cuerpos pequeños bajo los escombros, cunas vacías, lápices qué nunca volverán a escribir. Es la infancia aniquilada frente a los ojos de todos y lo más desgarrador es que el mundo entero lo sabe y lo permite.
Cada niño muerto en Gaza es un universo perdido. No hablamos de víctimas, sino de sueños que jamás se cumpliran; médicos, periodistas, maestros, poetas…la infancia robada no se mide únicamente en quienes han muerto, sino también a quienes sobreviven bajo el trauma; pequeños que ya no saben lo que es jugar, que cargan heridas físicas y emocionales imposible de curar, que crecen rodeados de ruinas y miedo.
La indiferencia mundial multiplica esta tragedia. Gobierno que callan, organismos que emiten resoluciones vacios, sociedades que se acostumbran al horror. Esa pasividad no es neutral, es cómplice, cada día de silencio es un día ganado para la violencia, y es un día perdido para miles de niños que merecían vivir. El costo de la indiferencia no lo pagan quienes miran hacia otro lado, sino los más inocentes, los más indefensos.
La historia recordará no solo a quienes lanzaron las bombas, sino también a quienes pudieron detenerlos y eligieron no hacerlo. La indiferencia en este caso, se convierte en un arma tan letal como los misiles; mata en silencio, con la fuerza corrosiva de la apatía.
La masacre de niños en Gaza es una herida abierta en el corazón de la humanidad. No es un conflicto lejano ni un problema ajeno: es una prueba de que tan bajo podemos caer cuando dejamos de proteger lo más sagrado. Cada niño que muere en Gaza es también una derrota para el mundo entero, porqué normalizar su muerte equivale a renunciar a nuestra propia humanidad.
No podemos callar, no podemos resignarnos, la indignación debe transformarse en voz, en memorias, en acción, desde el lugar que sea; un artículo, una protesta, una conversación, un gesto solidario, es posible resistir al silencio y honrar la vida de quienes fueron arrebatados, no devolveremos a los que ya no están, pero sí podemos impedir que el olvido su memoria y que la impunidad perpetúe la tragedia.
Mientras un niño sea blanco de la violencia, el mundo entero estará en deuda con la justicia.
Levantar la voz no es un acto de caridad, es un deber moral.
Porque si la infancia no se defiende, ¿Qué nos queda por defender?