Por: Ramiro Guerrra
Siempre para época de navidad y mas año nuevo, desde muy niño, tenía la obligación de moler el maíz nuevo, para hacer tamales. Con gusto lo hacía.
Delfina era la experta. Además, me tocaba hacer el fogón, poner una lata grande con agua a hervir, para echar los tamales. Esas labores la continué haciendo, ya grande. Todos los años viajaba a Puerto Armuelles para tales oficios. Mami me esperaba, sabía que no la dejaría sola en esa producción de tamales.
Delfina, tenía una dentadura, gran parte chapada en oro puro. Por alguna razón, se mandó a quitar el oro y un joyero le trabajó dos hermosas y llamativas sortijas. Una me la regaló y la otra la conservó.
En una ocasión, trabajando la masa, no se percató que tenía la sortija puesta. Terminada la jornada de hacer los tamales, se percató que no tenía su sortija. Que dolor, seguramente la sortija, se había ido como premio en algún tamal pedido por encargo.
Cosa de la vida, mi sortija se la regalé a mi señora y en un domingo de carnaval, en paseo por cerro Ancón, nos asaltaron. Adiós sortija. Entonces sentí, lo que sintió mami, un gran dolor; una dentadura chapada en oro, que usó por más de sesenta años, sufriera tal destino.
Lo más seguro, que en la víspera de año nuevo, el afortunado que degustó el tamal, se encontró con el premio de la sortija. Nunca supimos quién fué.
Algo material, cierto, pero en la vida hay valores que tienen una gran significación. Una ilusión vana e imposible, Delfina, mi abuela, mientras estuvo en este mundo, el tema de las sortijas, no faltaba. Ella, con la esperanza, que su sortija se la regresarán y yo, que agarrarán al ladrón. Parte de la herencia de mami, nadie me echa cuento de cómo hacer tamales.
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