Cómplice y encubridor de los desmanes contra los derechos humanos de la gente humilde.
Por Antonio Vargas De León
Eduardo Leblanc, «Defensor» del pueblo.
En la historia reciente de Panamá, pocas figuras han generado tanta decepción institucional como la del actual Defensor del Pueblo, Eduardo Leblanc. Lo que alguna vez fue una conquista del movimiento social panameño la creación de una Defensoría del Pueblo que protegiera los derechos humanos de los más vulnerables ha devenido en una caricatura de su misión original.La figura del Defensor del Pueblo, consagrada en el artículo 129 de la Constitución Política y reglamentada por la Ley 7 de 1997, no es un simple ornamento institucional. Su función es clara «velar por la protección de los derechos fundamentales de los ciudadanos frente a los abusos de la administración pública y promover la cultura de derechos humanos». No es un puesto de protocolo ni una oficina pasiva; es un mandato constitucional de vigilancia y acción.
Sin embargo, bajo la gestión del señor Leblanc, esta responsabilidad ha sido abandonada de manera sistemática. En un momento en que el país atraviesa una grave crisis institucional, agravada por el autoritarismo creciente del Ejecutivo, el silencio y en algunos casos la justificación por parte del Defensor del Pueblo frente a violaciones evidentes de derechos humanos no puede considerarse una simple omisión, es una forma de complicidad.
Las recientes detenciones masivas en Bocas del Toro, marcadas por uso excesivo de la fuerza, tratos crueles, inhumanos y degradantes, han puesto en evidencia el colapso moral de la institución. Mientras ciudadanos humildes protestaban por condiciones de vida dignas, la respuesta del Estado fue brutal, y la respuesta del Defensor del Pueblo fue, simplemente, inexistente, en lugar de alzar la voz contra los abusos, la Defensoría emitió comunicados que, lejos de condenar, parecen justificar la represión, vaciando de contenido su razón de ser.
Esta conducta contradice no solo la Constitución, sino también tratados internacionales firmados y ratificados por Panamá, como la Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que obligan al Estado y por ende, a sus instituciones a garantizar el derecho a la vida, a la integridad personal y a la protesta pacífica.
Un defensor del pueblo que no defiende al pueblo, que no actúa con prioridad frente al más débil, que calla ante el abuso y minimiza la represión, se convierte en un obstáculo para la justicia. En vez de ser puente entre la ciudadanía y el Estado, se vuelve una extensión silenciosa del poder que oprime.
Por ello, corresponde a la Asamblea Nacional, como órgano de control político, evaluar con seriedad la continuidad del señor Leblanc en el cargo. La Ley 7 establece causales de remoción en casos de negligencia o incumplimiento del deber. Y no hay mayor negligencia que ser cómplice por omisión ante la violación de derechos humanos.
La democracia no se sostiene únicamente con elecciones; se sustenta en instituciones que actúan con firmeza para garantizar las libertades y derechos fundamentales. Panamá necesita, urgentemente, restaurar la credibilidad de la Defensoría del Pueblo. No con discursos vacíos, sino con acciones concretas, la destitución de quien ha demostrado ser incapaz de cumplir con su mandato.
Porque los derechos humanos no se negocian, no se callan, y mucho menos se abandonan por un legítimo defensor del pueblo.
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