En el corazón de una crisis social sin precedentes, el presidente José Raúl Mulino ha optado por un camino que no busca resolver, sino escalar el conflicto. La firma de memorandos de entendimiento con los Estados Unidos, que afectan directamente la soberanía panameña y vulneran la neutralidad del Canal, no son hechos aislados. Son parte de una estrategia fría y calculada para blindar su gobierno con apoyo geopolítico externo, ante la creciente ilegitimidad interna.
Mulino no gobierna en búsqueda del bien común. Gobierna con la mirada puesta en alianzas con grupos económicos —que, según el ministro Chapman, son quienes ‘arriesgan su dinero en Panamá’— y con intereses geopolíticos que puedan protegerlo ante un eventual estallido social, producto del descontento que él mismo ha alimentado. En lugar de promover el diálogo, ha optado por la polarización, convirtiendo la protesta social en una falsa batalla entre el gobierno y Suntracs, o entre el gobierno y supuestos agentes del Partido Comunista Chino en Panamá
La idea central es que, con esos memorandos, Mulino no solo firma acuerdos. Negocia la seguridad de su propio poder. Interpreta esas alianzas como garantía para imponer un gobierno que no respeta derechos ni garantías fundamentales, un gobierno que amenaza, reprime y vuelve a las lógicas del macartismo.
En los últimos días, la represión ha alcanzado niveles alarmantes. Se han lanzado bombas lacrimógenas desde helicópteros contra las viviendas de ciudadanos en Bocas del Toro y Veraguas, y en sectores como Boca La Caja, los gases han sido disparados hacia los techos de viviendas familiares, poniendo en riesgo la vida de niños y adultos por igual. Todo esto ha ocurrido bajo la mirada cómplice del sátrapa autoritario. Molinos de indignidad corren hoy por las venas de los panameños y panameñas, que enfrentan no sólo la violencia estatal, sino el desprecio del poder por su dignidad.
La protesta contra la minería, el rechazo a la reforma de la seguridad social y la oposición a los acuerdos de seguridad con Estados Unidos tienen un hilo conductor común, el Estado ha dejado de actuar en función del bien común y ha pasado a responder a intereses particulares.
La sentencia de la Corte Suprema de Justicia, que declaró inconstitucional el contrato minero, fue clara y sin fisuras. No fue una opinión ni un debate político: fue un fallo unánime que evidenció que el Estado panameño ha fallado en su deber de proteger los derechos sociales y ambientales. Y ha fallado por años. Lo que vivimos hoy no es el resultado de una coyuntura aislada, sino de un modelo de toma de decisiones que privilegia lo privado sobre lo público, lo inmediato sobre lo sustentable y la obediencia externa sobre la autodeterminación nacional. Lo verdaderamente novedoso es la actitud autoritaria, indigna y prepotente de un presidente que no llegó al Palacio de las Garzas por mérito propio, sino por la sombra de Ricardo Martinelli, quien abandonó el país y nos dejó a este incendiario autoritario, golpeando sin contemplación los intereses, la dignidad y la integridad física de los panameños y panameñas.
A esto se suma un deterioro alarmante del tejido institucional. El movimiento VAMOS, que en su momento generó esperanzas de renovación política, se ha fracturado ante la aprobación de la Ley 462. Esta división no es trivial: es la manifestación concreta de cómo las prácticas clientelistas y el oportunismo siguen presentes bajo nuevos nombres y banderas.
La fiesta privada organizada por el presidente, a la que solo asistieron los que votaron a favor de la reforma, no fue un simple evento social, fue una señal de cómo se compra lealtad en la nueva era. Y si alguno de esos diputados del movimiento VAMOS que votó a favor de la Ley 462 de Mulino aparece de pronto como candidato a la presidencia o a la junta directiva de la Asamblea Nacional, y además cuenta con los votos necesarios como por arte de magia, esa será la prueba de que las viejas prácticas del poder siguen vivas y operando.
El nombramiento del abogado personal del presidente como Procurador General de la República es una maniobra calculada que socava el Estado de derecho y atenta contra la independencia del sistema judicial. Mulino ha instalado un operador político de su confianza en la estructura que debería investigar y controlar al poder. Esta designación, forma parte de una estrategia para capturar las instituciones de justicia, erosionar el debido proceso y debilitar toda forma de contrapeso democrático. Al colocar a un leal personal en un cargo clave del sistema penal, el régimen de Mulino no solo se blinda frente a investigaciones, sino que adquiere un arma para intimidar, perseguir y castigar a quienes se opongan a sus decisiones. En este modelo autoritario, nadie está a salvo, estudiantes, sindicatos, profesores, padres de familia, profesionales y adversarios políticos corren el riesgo real de ser criminalizados. Esa es la esencia del autoritarismo que Mulino está construyendo en Panamá.
José Raúl Mulino, además, encarna un tipo de liderazgo confrontacional que carece de empatía. En plena huelga docente, mientras el país atraviesa un clima de tensión social, tuvo la osadía de llamar “irresponsables” a los padres de familia por no enviar a sus hijos a clases. Este tipo de declaraciones revelan una desconexión profunda con la realidad y una falta de sensibilidad frente al sufrimiento de la gente.
Desde la psicología política, esto puede interpretarse como un déficit de empatía afectiva, el presidente puede entender las emociones de los demás como datos, pero no las valida ni responde a ellas desde la comprensión humana. Su comunicación pública ha sido un constante ejercicio de confrontación, contra sindicatos, periodistas, pueblos indígenas, padres de familia, la propia Universidad de Panamá, no es de extrañar que su nivel de aceptación ciudadana sea el más bajo en la era democrática.
Según Erich Fromm, este tipo de liderazgo responde a una necesidad compulsiva de control vertical. En esa lógica, el disenso no es parte del debate democrático sino una amenaza a ser contenida. Y cuando el poder no tolera la crítica, cuando reacciona con hostilidad y traslada la culpa a todos menos a sí mismo, entramos en una zona peligrosa para cualquier democracia.
Albert Bandura explica el concepto de “desenganche moral” como la capacidad de justificar decisiones injustas sin sentir culpa. Esa es la sensación que deja el discurso oficial. Un presidente que no asume responsabilidad, que criminaliza a quienes se le oponen y que justifica sus actos bajo una lógica de orden y estabilidad que solo él interpreta.
Panamá necesita liderazgo, pero uno que escuche, que comprenda, que dialogue. Uno que no firme acuerdos a escondidas ni use la geopolítica como escudo para ocultar su debilidad interna. El pueblo panameño no es una ficha más en un juego de poder global. Es sujeto de derechos, portador de dignidad, y merecedor de un gobierno que lo respete, y una gobernanza democrática amplia, inclusiva que garantice el bien común.
Los molinos de indignación están girando, y no se detendrán con represión ni propaganda. Solo se calmarán cuando el poder vuelva a ser instrumento del bien común y no botín de unos pocos.