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Mangos por botellas  

Por: Miguel Montiel

Demetrio Korsi

Soy el poeta del barrio de Santa Ana Ese es mi orgullo, aquello es mío.   El carretero ha sido mi compañero, la sirvienta ha sido mi camarada. DEMETRIO KORSI   1899-1957   Mangos por botellas.

Nosotros no tenemos un flautista de Hammelin detrás del cual se vayan encantados los niños con su música. Pero si tenemos un personaje inolvidable, exclusivo de nuestras calles, que a su canto de ¡mangos por botellas! nos hacía correr igualmente embrujados detrás de él y su carretilla. Uno de ellos era Beto, el carretillero. Hombre de fantasía. El más solicitado y querido entre los de su oficio por toda la chiquillada. Quién de nosotros no guardaba arrinconadas en algún lugar de la casa botellas de toda clase, de soda, de cerveza, de medicina, de aguardiente, de lo que fuera, para que aquel hombre del pasado, superviviente del trueque, nos las cambiara por sus mangos, manjar de nuestra tierra, botín de tantas aventuras en la Zona del Canal y que más de una vez nos enfrentó a sus policías y hasta a sus jueces gringos en la Corte de Balboa. Desde que entraba a calle 13 oeste por el parque de Santa Ana, su pregón callejero de ¡mangos por botellas!, lanzado al viento por el altavoz de sus manos, llenaba nuestros corazones de júbilo y corríamos a su encuentro para bajar con él su ruta en línea recta cruzando la avenida A hasta la Gran Logia Masónica, donde doblaba a la derecha para ir a la calle 14 oeste, otro territorio. Beto nos traía la alegría que nosotros nos repartíamos mientras rodeábamos su carretilla cambiando mangos por botellas.

Gracias a él podíamos saborear diversos tipos de mangos: mango papaya, mango huevo de toro, mango hilacha, mango brujo, mango caratillo, mango puerco o mango largo blanco o rojo, mango manzano, mango pela boca, mango capurí, mango piro, mango monao, mango piña y hasta mango de calidad, pequeño, pero de exquisito sabor. Beto y nosotros trocábamos valores de uso en mercancías y establecíamos en el corazón mismo del sistema una relación atávica, milenaria entre los hombres, sin intermediario, sin moneda, sin dinero, aunque su sombra estuviera detrás. Y eso hacia nuestra relación más humana, más inmediata, que Beto endulzaba cuando nos regalaba una “ñapa” o nos dejaba montar en su carretilla. Así, Beto, el carretillero, era para nosotros más que un compañero ocasional de juego que además, nos daba consejos. Siempre nos decía que estudiáramos para que un día fuésemos médicos o abogados, o tal vez ingenieros. <<Estudien, estudien mucho, para que no sean como yo>>, remataba diciéndonos. De vez en cuando detenía su carretilla tiempo extra para contarnos aventuras de su vida. <<Yo pescaba tiburones hace tiempo>>, nos relataba. << Allá en Puerto Armuelles, donde yo vivía antes de venirme a la capital >>. Y encendía nuestra imaginación describiendo los extraños objetos que había encontrado en la barriga de los tiburones.

La única cosa que Beto nunca nos permitió fue que tocáramos su cuchillo, o más bien, su puñal. Lo llevaba en una vaina de cuero que se metía entre el pantalón y su vientre, dejando afuera sólo la cacha, la cual llamaba nuestra atención por estar hecha de cacho de venado. Muchos años después, me acordaría de Beto viendo una película de Alan Ladd y Virginia Mayo, “Ninguna mujer vale tanto”, en la que usaba un enorme puñal que llamaba Bowie, de poderes casi mágicos que lo hacía invencible en sus peleas. Como aquel puñal de película el de Beto también era de aventuras. <<Con mi “niño” >>, como le decía, <<he abierto barrigas de tiburones, cortado cabezas de serpientes y sacado el corazón de macho e’montes. Cuando trabajaba en las bananeras allá en Puerto, siempre me encontraba con culebras en los platanales. Las agarraba con una horqueta y de un tajo les cortaba la cabeza. Después se las vendía a un indio que las usaba para compuestos. Este collar que tengo aquí tiene colmillos de patoca, ¿lo ven?>>. Todos quedábamos extasiados mirando el collar en el cuello de Beto. <<Miren, miren, pero no toquen. Se pueden puyar y envenenar porque todavía el veneno está vivo. Mientras tenga este collar nadie me puede fregar, es mi resguardo>>. Y ahí mismo gritaba a lo Tarzán ¡mangooos, mangooos por botellaaas!…

Ese era Beto, el carretillero de mangos por botellas. Caminante de todas las calles, quien bañado en sudor de trabajo y sol todavía tenía tiempo para echarnos un cuento, darnos consejos y alegrarnos la vida. Hasta que de pronto, un día lo dejamos de ver y de escuchar su pregón. Su carretilla no volvió a rodar por nuestra calle. En vano lo esperamos un día tras otro. Nadie supo nunca más de él.

Fue cuando apareció el plástico y la lata junto con el cartón, pulverizando el vidrio. Y se acabó nuestro trueque. Nadie vino a cambiar mangos por envases de plástico o de cartón, o de lata, de uso desechable. Con dinero contante y sonante conseguimos más mangos. Pero ninguno tuvo el sabor de aquellos de cambalache. La tecnología nos arrasó. Nos pasó por encima aplastándonos junto con nuestro carretillero de mangos por botellas y a todos los de su clase. Se llevó los días de la inocencia. Todo cambió. Nuestro hombre de fantasía se fue y se llevó con él el encanto que regalaba en los cuentos que nos contaba. Nunca fue lo mismo comprar mangos que cambiarlos por botellas. Ya no hay carretilleros de mangos por botellas, aunque hay más carretilleros. Ya no hay pregones que encantan a niños, sólo hay pregones de miseria. Quizás algún día tengamos otra vez otro Beto, hecho de fantasía y sudor, en algún lugar del corazón, empujando una carretilla bajo el sol, rodeado de niños embelesados con su cargamento y embrujados por su pregón ancestral de ¡mangos por botellas! En el eco de su pregón viven los años de mi niñez.

Una tarde, mucho tiempo después, cuando la infancia era sólo un recuerdo, caminando por el malecón de la avenida Balboa, frente al Mar del Sur, se me acercó un pordiosero con su mano extendida y aparentemente borracho, pues era uno de esos que la borrachera no se les nota porque es su estado normal. Se veía que el hombre era un alcohólico. Me detuve y vacilé un momento qué hacer porque el indigente, aunque beodamente pedía dinero, lo pedía para comer. Decidí ayudarlo en su angustia y le ofrecí unas monedas. Presuroso aquel infeliz tomó el dinero y comentó: <<son muchos días que tengo sin comer. La gente pasa y me mira como a un perro sarnoso. Lo único que me dan son insultos, empujones y nada más>>. Sentí lástima por él y sólo se me ocurrió darle más dinero. Saqué un par de dólares de mi cartera y los deposité en su mano al tiempo que reiniciaba mí camino por el malecón. Él miró el dinero con gesto de asombro y meditación, y entonces exclamó: <<un momentito, señor, por favor>> y extendiendo una mano hacia mi mientras con la otra agarraba la mía, me dijo:<<es lo único que tengo, se lo doy de corazón>>, y echó a correr de repente, desapareciendo de mi vista en un abrir y cerrar de ojos. ¡Yo quedé asombrado y extrañado por el sorpresivo incidente y sólo después de unos segundos abrí mi mano y fue entonces que a mí el corazón se me salió por la boca cuando vi frente a mis ojos el collar de colmillos de patoca! Sea.

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