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Con la candela pa’dentro

A propósito del Día de la Etnia Negra y afropanameños. (Coloniales y caribeños).

Un cuento de mi libro «Entre la calle y el monte»

Por: Miguel Montiel

Gregoria, Erótida y Matilde, las tres hermanas Carmona, mulatas de la región del río Bayano, vinieron del monte de Chepo juntas detrás de la esperanza, a la suerte de la capital. Descendientes de antiguos africanos venidos al Istmo en los tiempos de la Colonia y cruzados en el camino con algún blanco y mestizo que les dejó el cabello de cholas y la piel con el color de la canela. Las hermanas Carmona llegaron con sus hijos y sus ilusiones, entre los que venía Amelia Guevara Carmona, mi madre; hija de Gregoria, mi abuela. Allá por los años treinta, sus vidas se hicieron parte del arrabal de Santa Ana. Calle 13 oeste, que nace en el mismo parque de Santa Ana y muere en la Logia Masónica junto al Mar del Sur, las acogió en sus cuartos de alquiler de aquellas casas de madera que, como la de La Portavianda, de doña Rosa Bloise y la de doña Rosa Troyano, una al lado de la otra, rezumaban pobreza y alegría, como diría García Márquez. En La Portavianda crecimos y nos criamos mis hermanas Damaris Enelda y Amelia Felícita y yo. Se emplearon las tres chepanas en residencias de gente rica del Casco Viejo de la ciudad, en el barrio de San Felipe. Mi abuela Golla fue cocinera donde los De La Guardia. Lota trabajó lavando ropa en casa de los Herbruger, de los Arias, de los Espinosa y de los Linares. Mati fue nana en la familia Zubieta. Cocinar, lavar y atender niños era lo único que podían hacer en la ciudad capital aquellas tres mujeres que alguna vez cultivaron la tierra allá en los montes del espavé, del roble, del cedro espino y amargo, del higuerón que crece en la orilla del río. De aquellas casas de ricos mi abuela Golla nos traía, en bolsas de papel, comida hecha por ella, y hacia mi inmensa felicidad cuando me llevaba de la mano, en noches de diez centavos, al cine Pacífico, sobre el mar con su nombre, junto a la iglesia de San Francisco, en el barrio de San Felipe. Eso sí, jamás perdía ocasión de detenerse en el templo para rezar sus oraciones y encomendarme a mí a todos los santos. Nunca más he vuelto a saborear con tanto placer helados como aquellos con envase de cartón a cuadros azules que me compraba en una tienda frente al Palacio Nacional, de paso hacia el cine, a poca distancia de allí.

Mi abuela y yo éramos dos seres de tiempos distintos. Cuando la muerte se llevó a las mulatas bayaneras mucha historia quedó detrás de ellas. Como su extraña, curiosa e intrigante costumbre de fumar con la candela pa’dentro. Esa extravagancia las unía además de la sangre. Fumaban con la brasa del cigarrillo dentro de la boca. Jamás llegué a saber por qué aquellas mujeres fumaban de tan rara manera. Ninguna de las tres me lo explicó nunca y cualquiera que fuera la causa lo cierto es que se la llevaron con ellas a la tumba. Pero, aún guardo en mi mente las imágenes suyas con la calilla, hecha de la hoja más fuerte del tabaco, metida en su boca con la candela hacia dentro y meciéndose en sus mecedoras.

Hubo más de una ocasión en que me arriesgué a imitarlas, siempre con miedo de quemarme la lengua. Varias veces mantuve el cigarrillo encendido dentro de mi boca más tiempo del que pensé poder hacerlo. Sin embargo, no sentí placer alguno en ello y mi curiosidad aumentó porque, hasta donde yo sé, el placer del fumador está en aspirar el humo del cigarrillo con nicotina y todo. Yo no pude lograr nunca ser un buen fumador. Mi cabeza y mi estomago se rebelaron categóricamente. Después de cada intento por fumar consistentemente me sobrevenían unos mareos horribles acompañados de náuseas que me tumbaban en cama empapado de sudor. Cuando mejor me iba era en las fiestas o tomando tragos con los amigos. Entonces fumar uno que otro cigarrillo no producía tanto malestar a mi cuerpo. Aún así, nunca logré convencer a mi cabeza, ni a mi estómago que aceptaran regular y satisfactoriamente el cigarrillo. Por eso finalmente lo dejé de una vez por todas.

El enigma de mi abuela y sus hermanas pervive en mi memoria. La rutina de meterse el cigarrillo en la boca con la candela pa’dentro, dejarlo allí por largos minutos, y luego sacarlo para volverlo a meter sin aspirar una sola¬ bocanada de humo. ¿Dónde está el placer en fumar de esa manera? Yo no sé. Nunca lo he sabido y creo que nunca lo sabré porque jamás he vuelto a ver a nadie fumar con la candela pa’dentro. Hay quien dice por ahí que fumar así sirve para curar «pasmos”. Quizás sea un secreto de la vejez, ya que no recuerdo haber visto nunca a nadie joven fumar así. Como tampoco a ningún hombre. Esa forma de fumar ¬parece ser exclusiva de las mujeres, y más exactamente de las ancianas. ¿Dónde se originó esa extravagancia? El tabaco, como se sabe, es autóctono de América. Por eso he pensado que no es en Europa donde surgió esa modalidad de fumar. Y en América, ¿de qué región es originaria? ¿Del norte, del centro, del sur, del Caribe? ¿O es una costumbre colombo-panameña? Una vez ensayé una explicación sociológica. Re-escrito este relato doce años después (no había leído entonces “Vivir para contarla”, puesto que no existía) encontré una alusión al respecto de Gabriel García Márquez. Por aquellos días, pensé que esa costumbre les venía de sus antepasados esclavos y que, siendo realmente una forma de fumar al revés, bien podría encerrar el significado de una protesta de aquellos negros esclavos, luego mestizados, hacia sus amos, dueños de sus vidas, omnipotentes y endiosados, erguidos frente a ellos siempre con un habano en la boca y un látigo en la mano. En su impotencia los esclavos cantan y bailan, y en sus cantos y bailes cuentan sus desgracias, sus glorias de otros tiempos, su orgullo de pueblo, su rebeldía y también se burlan de sus amos. Fumar con la candela pa’dentro, fumar al revés, pudo ser una forma de burlarse de sus opresores y de sus descendientes, porque hacer las cosas al revés no siempre es estupidez, sino también una manera de burlarse o protestar. Aunque también pudo tratarse de que fumaban a escondidas y para evitar ser descubiertos se metían el cigarrillo en la boca con la candela pa`dentro, de modo que la lumbre y el humo no los delataran. En fin, como dije antes, mi abuela Golla y mis tías-abuelas Lota y Mati, se fueron de este mundo sin decirme por qué fumaban con la candela pa’dentro y creo que nunca me lo dijeron porque en verdad, ni ellas mismas lo sabían.

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